Quienes fuimos niños en los años sesenta llevamos a diciembre tatuado en el alma como el mes de la inevitable evocación.
Mi familia extendida se congregaba en la finca de mi primo Alberto, sobrino de mi padre y casado con mi tía Graciela, hermana de mi madre; finca que estaba localizada en las afueras del entonces corregimiento de Dosquebradas.
Mi padres, hermanos y hermanas, abuelos, tíos, primos y demás familiares hasta el tercer grado de consanguinidad y segundo de afinidad, íbamos llegando en distintos medios de transporte, desde el 23 de diciembre para pasar juntos las festividades de Nochebuena y Año Viejo.
La mayoría abordábamos el servicio rural, unas chivas que se estacionaban en la galería central de Pereira, en la carrera novena con calles 15 a 17 y terminaban su recorrido en la capilla, bella edificación en ladrillo a la vista que hoy se conserva como patrimonio histórico. El resto del recorrido lo hacíamos a pie cruzando el puente sobre la quebrada La Chillona hasta llegar a la Romelia muy cerca de la estación Puerto Nuevo.
La finca de Alberto y Graciela estaba ubicada en el lugar que hoy ocupan las oficinas del concesionario Autopistas del Café. Comenzaba a borde de carretera y se componía de varias cuadras que tenían por límite unos esbeltos guaduales, al finalizar los cuales encontrábamos una alambrada y en sus alrededores matorrales de mora de castilla, cuyos frutos arrancábamos para llevar a la boca sin siquiera lavarlos.
El acceso principal era una puerta enrejada seguida de un sendero de 80 metros que conducía a la casa familiar. Estacionado en el “porche”, el automóvil marca Oldsmobile Coupe, que lucía orgulloso mi primo para ir al trabajo en la fábrica Valher.
Todavía me pregunto de dónde resultaba cama para tanta gente. Pero lo cierto es que nos íbamos acomodando; en las habitaciones primero, luego en los amplios espacios habitualmente destinados a la sala y el comedor, y por último, donde nos cogiera la noche. Porque todos estábamos invitados a la fiesta familiar.
Las mujeres tomaban posesión de la cocina y preparaban natilla y buñuelos por cantidades industriales, pero tampoco faltaban los platos típicos de sancocho de gallina, tamales, sudado de pollo, fritanga y asados de res y cerdo además de todas las delicias que mi madre y mis tías aprendieron a preparar de mi abuela, y ella también de sus antecesoras.
La música tropical sonaba fuerte: «Dame tu mujer José», «Juanito Preguntón», «Ese Muerto no lo cargo yo», etc. alegrando el ambiente de las decenas de parientes y de los vecinos que con cualquier pretexto se acercaban a auto invitarse.
Nadie ignoraba que en la Nochebuena sacrificaríamos un cerdo, como era costumbre, y que en la madrugada ese festín ya sería historia.
No existían los árboles de plástico que venden en las bodegas. En cambio, sí un hermoso chamizo que obteníamos de separar la leña y adornábamos con algodón, bolas y guirnaldas.
El pesebre, por su parte, era construido sobre cajas de cartón con superficies de papel encerado, lagos en papel aluminio y un poco de musgo y líquenes, para dar la sensación de monte con rústicos senderos, por donde transitaban unos pastores desproporcionadamente más grandes que las casas y tiendas que habitaban. No podían faltar las miniaturas de juegos infantiles convertidos por fuerza de las circunstancias en la población de ciudades imaginarias y, claro, el humilde pesebre donde La Virgen, San José y el buey pernoctaron, en medio de luces intermitentes y bajo una estrella que iluminaba el camino de los reyes magos.
En dos semanas, que se podían prolongar hasta la fiesta de Reyes, los Cardona, los Gutiérrez, los Jaramillo, los Álvarez, los Franco, los Fernández y muchos otros apellidos derivados, éramos un solo grupo familiar entregado al sano jolgorio y la unidad.
Jugábamos fútbol solteros y casados, carreras de encostalados, torneos de sapo, interminables jornadas de parqués, monopolio o Turista Diseneylandia y los infaltables aguinaldos: «Hablar y no Contestar», «Pajita en Boca», «Si y NO» y otras bromas que tenían como sanción el cumplimiento de una penitencia cada vez más osada.
Gracias a Dios no habían inventado el celular, por lo que niños y adultos compartíamos por igual las ocurrencias de los mayores y nos divertíamos en inolvidables momentos, soñando con la llegada del Niño Dios o esperando una semana más tarde, la triste canción de «Faltan Cinco pa’ las doce» cuando -al sonar de las campanas- el intérprete recuerda a la viejecita que lo espera en casa.
A las doce, quemábamos la pólvora y rompíamos en llanto. Era la tristeza por la ausencia de quienes faltaban y la alegría del Año Nuevo. Besos, abrazos y muchas promesas. Al día siguiente, a empacar maletas y a prepararnos para un año cargado de ilusiones.
Eran otros tiempos, pero hoy como ayer, los días de la Navidad y el Año Nuevo serán la mejor ocasión para darle gracias a la vida por tantas bendiciones recibidas.