Por: James Cifuentes Maldonado
Siete días antes de su deceso, como columnista, llamé a Enrique Soto para consultarle sobre un proyecto normativo que él impulsó en su momento; me atendió muy formal y me dio declaraciones en extenso, explicándome que la democracia en Colombia, en cuanto hace a la participación de los servidores públicos en la política, es una «pantomima» y que era necesario sincerar y reglamentar ese tema, que es una realidad.
Al día siguiente me topé en Facebook con un en vivo que le estaban haciendo al ex senador; me llamó la atención su disposición, su claridad y su franqueza para asumir todo lo bueno y lo malo que en vida le pasó. Los panelistas le hicieron preguntas mordaces, sugestivas frente a las que creí iba a reaccionar con dureza, como era su estilo, pero esta vez no lo hizo. Se mostró muy realista y muy tranquilo, defendiendo con gallardía su obra y anunciando que la pelea por su integridad política no había terminado; que, aunque inactivo por la pérdida de su investidura como senador y más recientemente por la pandemia, él era un guerrero y que iba a agotar todos los recursos legales que le quedaban.
Por su organización, que originalmente llamó Casa de la Democracia, pasaron cientos de personas que le quedaron debiendo algo; Soto era un político que se movía, que gestionaba, que se manifestaba con claridad y contundencia, con la inteligencia del sentido común, potenciada con su constancia y esa gran capacidad de vivir en permanente contacto con la comunidad, siendo un dirigente agradecido con aquellos que se la jugaron por él.
El ex senador Soto tuvo la virtud o el defecto, según haya sido la experiencia específica de quien lo juzgue, de que, cuando ofrecía su ayuda, el compromiso era genuino y hasta el final, pero igualmente, cuando algo no le parecía o cuando sentía que alguien le pedía algo que no merecía, lo expresaba con un rotundo «NO», con una determinación que amilanaba, que ofendía. Carlos Enrique en vida y ahora en su ausencia podrá ser lo que cada quien piense de él, al son de sus simpatías o de sus malquerencias, pero en todo caso sin puntos intermedios, porque él no los tenía, no se andaba con rodeos, ni eufemismos, ni acomodos, y eso en los políticos no es muy común.
Al final de sus días, Enrique Soto no tuvo el tino ni la convocatoria de otros tiempos, y alrededor de su trayectoria política se podrán decir muchas cosas buenas y otras que generarán resquemor y polémica, pero lo que nadie podrá negar es que se forjó para sí mismo, sin herencias, un lugar bien importante en la política de Pereira y Risaralda; arrancando desde la base, haciendo como pocos, el curso completo desde la Junta de Acción Comunal hasta el Senado, agradando a unos y mortificando a otros.
Unos dirán que Soto era serio y confiable otros que era tosco y grosero, de cualquier modo, su personalidad era su sello; al margen del estilo, fueron muchas las ejecutorias y procesos que este señor, como dirigente popular, sacó adelante. Sea que la élite pereirana lo reconozca o no, Enrique Soto fue y será un referente político de Pereira y Risaralda, que alcanzó a llegar con su discurso silvestre a donde muy pocos llegan; un fenómeno electoral del cual sólo lamento la orilla en la que terminó, algo lejos del liberalismo que lo vio nacer y que ahora lo acoge en eterna memoria.