Ernesto Zuluaga Ramírez
A pesar de que por momentos me agobian algunos sentimientos asesinos y al rato otros suicidas, puedo decirles que este encierro pandémico aún no ha logrado desquiciarme. O al menos eso creo, no sé lo que pensarán mi familia y mis vecinos. En los primeros días había en el aire un cierto ambiente vacacional que lograba que esta cosa me pareciera fácil. El no trabajar sonaba fascinante e incluso, en algún asomo de responsabilidad, vinieron a mi mente las varias cosas que siempre había querido hacer pero para las cuales nunca encontré el momento. Sería ésta la más productiva quincena de mi vida. Genial! Sin embargo la segunda semana se empezó a perder el encanto y tuve que asumir la cuarentena como un compromiso social y obligatorio pensando que sería cuestión de un par de semanas más y que luego vendría el punto final. “A trabajar se dijo!”, me dije. Pero a la tercera semana empecé a alucinar. No había logrado empezar ningún proyecto aunque sí aparecieron otras facetas maravillosas que tenía dormidas: la glotonería, el ocio y la culinaria. Luego me atacó la locura y llegué a pensar que estaba recluido en La Picota o en “la cuarenta” y ya me estaba resignando a esa nueva realidad cuando escuché en la radio que los brotes más graves de coronavirus estaban apareciendo en las cárceles. “Dios mío, no saldré vivo de esta prisión”, me dije. Entonces intenté por las noches y para relajarme, acudir a las redes sociales. Fue peor! Tuve que escuchar a miles de médicos, sociólogos, economistas, expertos en “coaching” (un nuevo sinónimo de desempleado) y otros majaderos que de la noche a la mañana aparecieron graduados en pandemia, especialistas en recetas, eruditos en metafísica, maestros en astrología y adivinos del futuro. Si el “nuevo mundo” que viene después de la pandemia es con todos estos conferencistas prefiero que el bicho ese no se vaya.
Aterrizamos en la cuarta semana y pensé entonces que toda esta tortura nos había llegado del cielo para grandes cosas, que los filósofos y científicos habían logrado sus mejores descubrimientos en medio de circunstancias difíciles y hasta recordé que Cristo estuvo cuarenta días y cuarenta noches vagando en el desierto tentado por Satanás y acompañado de las fieras antes de iniciar su calvario, el objeto divino de su existencia. “Yo también puedo hacerlo”, pensé. “Aunque aún no tenga el secreto ese de multiplicar los panes y convertir el agua en vino”, me dije animado. Me di cuenta que estaba progresando cuando logré convertir algunas monedas en licores baratos. Para empezar estaba bien. Continué mi tarea filosófica confiado en que descubriría algo importante pero percibí aterrorizado que sobre mi cabeza pesaba una maldición. Yo era un ciudadano del estrato cuatro. Fatal! No me van a descontar ni un peso en las facturas de servicios públicos y tampoco me llegarán a mi casa los mercados de Duque y mucho menos los de Maya o los de Tamayo, que dizque son más caritos. Los bancos me aplazarán las deudas y me cobrarán más intereses pero eso sí, no me prestarán más dinero para que no salga de esto con más problemas. Nadie me va a ayudar. Qué mala suerte! Espero que en el cielo —que ya parece cercano— no existan clases sociales y que si llegare a haberlas no me vaya a tocar en el estrato cuatro. Rezaré por eso.
Voy pa’la quinta semana de encierro. ¿Se imaginan ustedes lo que me falta? Al menos conservo vivo el sentido del humor por más adversas y difíciles que estén las circunstancias. Y usted?
Publicada también en El Diario y reproducida en El Opinadero, previa autorización expresa del autor
cuente con la solidaridad de la cuarentena desde otro lugar de la Ciudad donde la vida se agota despacio caminando hacia la tienda a comprar segun el ultimo número de la cedula, feluz dia y no vendra quinta semana mala esta sera mejor
Querido egnesto, puedes hacer terapia contando los rotos que tienen las galletas salinas. Un abrazo
Carlos Cardona