Batman es un multimillonario enmascarado que vio morir a sus padres durante un asalto al salir del teatro y caminar por un callejón en Gotham, nombre clave asignado a Nueva York en la novela gráfica. ¿A quién se le ocurre deambular por la noche con la esposa y un hijo pequeño y luciendo joyas y vestuario fino y costoso en lugares sombríos de la “capital del mundo”, cuya belleza es tan grande como la inseguridad que la acosa?
Un turista puede caer en la trampa publicitaria de la ciudad que “nunca duerme” e imaginarla como un remanso de tranquilidad; error imperdonable en los residentes y visitantes habituales. El “sueño americano” oculta una multitud de estadounidenses e inmigrantes refugiados en las alcantarillas y agobiados por la pobreza, doblegados por el hambre y el frío extremo y dispuestos a atracar, lesionar o matar al transeúnte desprevenido… como en cualquier capital latinoamericana.
De entrada, es posible concluir que su padre fue irresponsable con su familia al someterla a la inseguridad de la vía pública. Debió pedirle a Alfred o al mayordomo de turno que pasara a recogerlos en alguna de sus limusinas. Pero, bueno, la muerte lo sorprendió en un momento de estupidez. Y en todo caso el descuido del patriarca determinó que el entonces chiquillo Bruce Wayne decidiera vestir de negro, envolverse en una capa oscura y ocultarse tras una máscara para “luchar por la justicia” y vengar el crimen encarcelando a los hampones.
Eso de ejercer como magnate de día y como agente del bien por la noche lo desgastó, como todo lo que se transforma en rutina. Se cansó del patrullaje desde las aburridas azoteas. Le urgían nuevos horizontes para sentirse vivo. Lo tenían hasta la coronilla los ladronzuelos que acechan en proximidades de Time Square. A pesar del tedio, lo que más le atormentaba era la prepotencia de Supermán, el colega extraterrestre, creído y fastidioso que solía pavonearse con su fuerza sobrehumana y sus habilidades de volar y ver a través de las paredes.
El justiciero se consideró digno de una vida más calmada. No abandonaría sus deberes. Responsabilidad antes que placer. Seguiría protegiendo a los humildes y desamparados, a las viudas y huérfanos, pero esta vez en el tercer mundo, donde el progreso es lento y la vida más pausada. Viajó en su potente “batijet” a Colombia, el paraíso prometido que huele a cafecito recién preparado en la mañana, desayunan con arepas y almuerzan con fríjoles. El idioma no sería obstáculo; la educación privada lo convirtió en políglota.
La primera imagen lo maravilló. No esperaba arribar a un aeropuerto tan moderno como El Dorado. Migración le selló el pasaporte sin pestañear porque “los gringos con billete” son bienvenidos. Traía en su gran aeronave su inseparable y simbólico “batimóvil” y tras unas breves gestiones que le permitirían circular libremente se enrutó en su hermoso automóvil por la calle 26 hacia el centro. Como buen “americano” respetó el límite de velocidad para conservar un “bajo perfil” y reducir las miradas curiosas. ¡Por fin, un nuevo y descansado futuro! Iba feliz… Hasta que la policía lo detuvo. ¡Estaba violando el pico y placa! La multa y los trámites en los patios le costaron una pequeña fortuna. Pero, ¿qué es el dinero para un hombre adinerado que derrocha en disfraces y tecnología de punta?
Una vez que retomó el volante decidió hacer turismo. Condujo hacia el norte para conocer el famoso Centro Comercial Andino y el parque de La 93. No le gustó el entorno de los “gomelos”. Prefería la aventura. Dio vuelta hacia el sur y como cualquier despistado recién llegado pasó por accidente por la Caracas, donde al hacer un pare se le acercó un sujeto de repugnante aspecto y mirada perdida y en menos de tres segundos le arrancó un espejo retrovisor. Pocas cuadras más adelante los integrantes de una pandilla internacional de las tantas que proliferan en la “Atenas Suramericana” le apuntaron con un arma de fuego, lo obligaron a apearse y le robaron el carro.
Quedó reducido a la triste condición de peatón en el centro de una urbe desconocida y, para colmo, disfrazado de murciélago. Con esa pinta despertó sospechas. No tardó en ser interceptado por las autoridades. Un enmascarado en Colombia es inadmisible, salvo cuando se trata de los profesionales de la protesta que por destruir los bienes públicos disfrutan de protección, beneficios y garantías y tienen asegurado el nombramiento como “gestores de paz”.
Bruce confió en la objetividad de las instituciones y supuso que saldría bien librado de tan injustos cargos. Sin embargo, tras un breve juicio fue condenado por terrorismo y porte ilegal de armas. Las pruebas que lo hundieron fueron las pequeñas estrellas metálicas en forma de vampiro y otras curiosidades que ocultaba en el cinturón para lanzarlas como proyectiles contra los operarios del mal
Lo encerraron con delincuentes peores que sus viejos y ahora añorados archienemigos de Gotham. Intentaron violarlo, pero su musculatura intimidante le salvó la virginidad. Un día le notificaron la expropiación del avión porque en el prejuicioso trópico es catalogado como “mafioso” quien exhibe gran capacidad económica. Pero, todo sea dicho, nadie lo apuñaleó, pese a que los presos lo odiaban por su manía de perseguir a sus colegas como si fuera un agente de la ley.
Su poderosa billetera le facilitó un traslado a un patio menos peligroso y una celda cómoda, con televisión. Contrató los servicios de un abogado mediático de apellido raro, quien a cambio de honorarios exorbitantes logró que en tiempo récord la magistratura revocara la sentencia y lo absolviera.
Al salir de prisión caminó hasta la Plaza de Bolívar para deslumbrarse con la imagen lejana de Monserrate y alimentar con “maicito” a las palomas. Estaba convencido de que sería una buena terapia para aliviar el estrés. Mientras permanecía de pie, absorto en sus pensamientos y admirando la Catedral Primada, alguien muy fuerte se le acercó por detrás, lo tomó por el cuello de forma violenta y bajo amenaza de una cuchillada lo despojó de sus últimas pertenencias. Quedó sin billetera, sin documentos de identidad, sin dinero en efectivo y sin tarjetas de crédito. Y sin ilusiones. ¡Diantres! ¿Ahora cómo haría para volver a casa? “Del ahogado el sombrero”, pensó. Mendigó y de moneda en moneda reunió lo suficiente para llamar al engreído Supermán desde un teléfono celular prepago amarrado a una cadena de un kiosco de dulces de la carrera 7ª. Su colega vengador se burló. “¿No que iba a un sitio mejor? ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Y recontraja! ¡Y más ja!”.
El indignado Batman soportó la humillación con paciencia y resignación. No tenía opción. Aunque le daba miedo venir a estos territorios olvidados por Dios, Super voló a la velocidad de la luz, lo recogió en la helada e inhóspita Bogotá y lo depositó en el “downtown” de Gotham, a donde nuestro héroe llegó derrotado, cabizbajo, con una barba de tres días y con la capa entre las piernas como perrito regañado. Jamás regresará a un país donde no diferencian a los buenos de los malos.