Ahora después de depositar el voto, usted amigo lector, puede llegar a casa y antes de escuchar a los ruidosos locutores sobre quién va ganando la contienda en Colombia para encartarse con el manejo de tantas angustias en este país que no lo entiende nadie, puede sentarse a ver esta película que le recomiendo y de la cual tengo en mi archivo una excelente critica del teórico Luis Tormo, protagonizada por el talentoso Robert Redford, con Óscar de la Academia en el bolsillo y con un tema muy parecido al que ahora nos absorbe.
EL CANDIDATO

(1972). De Michael Ritchie.
Aunque el nombre de Michael Ritchie no suele asociarse a la denominada generación de la televisión, concepto en el que se encuadra a la serie de realizadores que procedentes del mundo de la pequeña pantalla dieron el salto al cine (Sidney Lumet, Arthur Penn, John Frankenheimer, etc.), su perfil coincide con ese retrato generacional.
Durante los primeros 15 años su carrera se desenvuelve en el medio televisivo, trabajando en episodios de diferentes series, hasta que en 1969 accede a la dirección de su primer largometraje para el cine, El descenso de la muerte, que supone su encuentro con Robert Redford. Curiosamente, Ritchie terminaría su carrera en el mundo de la televisión, lugar en el que se refugió cuando su carrera languidecía tras una serie de títulos muy regulares para la gran pantalla.

Tras esa primera oportunidad con El descenso de la muerte, la relación con Robert Redford se prolongaría en su siguiente proyecto, El candidato. En el momento en que Redford se involucra en este filme, su carrera como actor está en uno de los momentos álgidos. Una carrera que comienza en el cine a mediados de los 60 con filmes que combinan el éxito comercial y una buena reputación crítica (La jauría humana, Descalzos por el parque) y que se afianza con triunfos como Dos hombres y un destino, junto a Paul Newman, que lo sitúa en el estrellato de Hollywood y le permite comenzar a seleccionar y producir sus propios trabajos.
El reflejo de las campañas electorales siempre ha tenido un hueco a lo largo de la historia del cine norteamericano. La mecánica de las elecciones, las corruptelas del sistema democrático, la ambición personal de los líderes y sobre todo la pérdida de la inocencia de los ideales que mueven a la participación en el mundo de la política, se hacen patentes en obras de muy diferente significado: desde clásicos como Caballero sin espada (Frank Capra, 1939) o El político (Rossen, 1949), pasando por revisiones más modernas del tema como Ciudadano Bob Roberts (Robbins, 1992) o Los idus de marzo (Clooney, 2011).
Dentro de esta filmografía, El candidato tiene la virtud de recoger la actualidad del mundo de las campañas en los años 70 cuando la influencia de la televisión y la publicidad, el marketing político, ya es uno de los principales elementos para alcanzar el triunfo en esta clase de contiendas.
El filme tiene su origen en “(…) vísperas de las elecciones presidenciales de 1968. Robert Redford estaba viendo la televisión. Los dos candidatos, Richard Nixon y Hubert Humphrey, utilizaban mensajes en el último minuto para dar a sus candidaturas el impulso definitivo. A medida que Redford iba cambiando los canales, se sentía más aterrado: Lo que vi me asustó. Era asombroso. (…) Resultaba todo muy falso, y sin embargo, la gente se lo estaba tragando».
Redford propuso el proyecto a diferentes estudios que no mostraron excesivo interés hasta que Dick Zanuck, hijo de Darryl F. Zanuck (el fundador de la 20th Century Fox), que en esos momentos se encontraba trabajando en la Warner, aceptó hacerse cargo de la producción. Desde el principio se quiso que el filme reflejara fielmente el desarrollo de las campañas y por ello se contrató como guionista a Jeremy Larner que tenía experiencia en la elaboración de discursos para el senador Eugene McCarthy.

La película comienza con el reconocimiento de un fracaso. El candidato demócrata se presenta en la noche electoral ante sus seguidores para anunciar la derrota en las urnas frente a su opositor, el senador Crocker Jarmon. A pesar de la multitud que le rodea, sentimos la soledad del perdedor y el abandono de su equipo de campaña que, sabedor de la decepción sufrida, emprende la huida.
Estos profesionales del marketing político —encarnados en el director de campaña Melvin Lucas (Peter Boyle) y sus ayudantes—, comienzan la búsqueda de un posible candidato que sea capaz de hacer frente a ese senador mayor y experimentado en el mundo de la política que derrota elección tras elección a sus rivales.
Esta búsqueda recae en el abogado Bill McKay (Robert Redford), hijo de un antiguo senador demócrata, sin experiencia en la política pero con toda su inocencia e idealismo listo para ser modelado en aras de una futura carrera en el Senado. Atractivo, con una imagen limpia alejada del profesionalismo político y partidario de decir lo que piensa, se convierte en el candidato ideal pues las expectativas iniciales de ganar son mínimas por lo que parten sin ningún tipo de presión.
El guion de Larner y la realización de Ritchie, en un deseo de aproximarse fielmente a la realidad, implican un planteamiento que empapa todo el filme de un aire documental. La cámara sigue muy de cerca al candidato en su trayectoria política, desde el comienzo virginal (búsqueda de mensajes, preparación de su imagen, adaptación a los formatos publicitarios), pasando por todas las dificultades (la desproporción entre ambos candidatos, la inexperiencia, la rebeldía de McKay) hasta llegar al afianzamiento de la candidatura (pérdida de la inocencia, conocimiento de las cloacas del sistema, cesión de los planteamientos iniciales).
El formato del filme se adapta a este postulado a través de la fotografía y el uso de los recursos cinematográficos que se fusionan con el lenguaje televisivo (teleobjetivo, zoom, movimientos de cámara) para conferir una apariencia documental que se acrecienta con la inserción de las imágenes de las campañas publicitarias de los candidatos (filmaciones, spots, las entrevistas y los debates en televisión). La presencia de elementos reales en la ficción como son el diálogo entre el candidato y la actriz Natalie Wood o algunos planos filmados ante el público en la calle como si Redford fuera un candidato real, remarcan la tesis del filme.
Esta miscelánea entre ficción y realidad hay que enmarcarla en el contexto político del país norteamericano, pues la película se estrenó unos meses antes de las elecciones presidenciales del año 1972 (en la que resultaría elegido Richard Nixon) en un momento en que, además del conflicto de Vietnam, el país se debatía entre el modelo
gubernamental que debía afrontar los retos de la nueva década tras los cambios sociales vividos a finales de los 60.
Ahora bien, este acercamiento a la realidad que se desprende del análisis formal del filme queda matizado por el tono irónico que preside el relato. Tras la derrota de su candidato, el asesor de campaña busca a alguien desconocido que no sufra la presión ante la previsible derrota. El personaje que encarna Robert Redford, bisoño en las lides políticas y que acepta el reto con la condición de actuar con independencia, no deja de parecer una representación satírica de las bondades de un sistema que considera que cualquiera puede llegar y triunfar si se lo propone.
Lanzado bajo la etiqueta de perdedor, conforme el candidato se va afianzando, se produce un efecto contradictorio pues el camino hacia el triunfo supone la pérdida de los ideales. La moraleja de la película es que para conseguir el éxito es necesario dejar en el camino los valores morales que guiaban su actuación inicial.
Cuanto más independiente parece mostrarse Bill Mckay, más se va enfangando en todo aquello que rechazaba. Bajo una campaña fresca y con apariencia de renovación, el candidato tendrá que aceptar la ayuda de su padre con el objetivo de reforzar su imagen frente a las críticas; la libertad para poner sobre la mesa los temas que le interesan —como la protección del medio ambiente, la política sanitaria o la educación— va desapareciendo en aras de conseguir arañar unas décimas favorables en los sondeos; y finalmente su candidatura independiente necesitará contar con el apoyo del sindicato mayoritario en un forzado pacto. La cesión afectará tanto a la parte como profesional como la personal, con el obligado reencuentro con su padre o el engaño a su mujer, sutilmente indicado en la escena en que la joven seguidora abandona la habitación del candidato y avanza por el pasillo del hotel.
Esta deriva en la que entra la carrera de Bill conduce a situaciones cómicas como la escena en la que repite su discurso de una manera impostada en la parte posterior del asiento del coche o la imposibilidad de realizar la grabación televisiva por su ataque de risa ante la hilaridad que le producen sus propias palabras.
Comicidad que se extiende a la descripción minuciosa de toda la parafernalia que rodea un proceso de este tipo: las animadoras que presiden sus actos, los discursos cada vez más repetitivos frente a cualquier clase de público, los consejos y dictados de los asesores que intentan minimizar el riesgo y no abandonar el sendero trazado o los pactos y compromisos asumidos para afianzar la campaña.
El tramo final del filme destila un tono más amargo conforme asumimos que la vorágine electoral ha engullido al protagonista. El triunfo electoral de Bill McKay, inesperado cuando comenzó su carrera política, supone para él una derrota. Frente a la alegría de sus seguidores que celebran con toda la parafernalia festiva el éxito de su candidato, éste se encierra en el cuarto del hotel con su asesor para preguntarse qué van a hacer ahora. La visita del padre que le felicita por su triunfo y le indica que ya es un político no hace más que empeorar la situación, pues certifica su adscripción a la clase política de la que renegaba al principio.
La película funciona con una estructura circular, se abre con la jornada electoral que supone la derrota del candidato demócrata y se cierra con otra jornada que esta vez supone un éxito para el partido, para los asesores, para los seguidores, pero que deja sumido al ganador en un mar de dudas, reproduciendo casi el mismo lenguaje corporal del derrotado que habíamos visto al principio.
Visión pesimista de la política donde queda patente que el mayor valor para garantizar el triunfo político reside en el despliegue electoral basado en la maquinaria de los partidos (aparato interno, asesores de campaña, financiación, relaciones y pactos con agentes influyentes) y el juego con la imagen (medios de comunicación, marketing).
La sensación final es que la política queda reducida a un gran juego, nunca mejor dicho, del que participan los ciudadanos pero de una manera secundaria, movidos como peones. En cierto modo es como el candidato, protagonista de las elecciones, pero siempre secundado por Melvin. En mítines, encuentros y reuniones Melvin va tejiendo la estrategia que guía a McKay hacia el triunfo; siempre en segundo plano, oculto tras su barba y sus gafas, es en realidad el elemento tractor para posicionar a su hombre en el mundo de la política.
El filme muestra la corrupción de un sistema capaz de regenerarse para perpetuarse. El republicano conservador pierde su elección tras muchos años de victorias en aras de un recambio joven con nuevas ideas y propuestas, aunque en el fondo sabemos que ese nuevo personaje pronto tendrá los defectos de esa política que se mueve por los despachos de los gobiernos. En el fondo se desprende que el joven triunfador que en la soledad de la habitación de su hotel pregunta “¿qué hacemos ahora?”, después de unos años se convertirá en todo aquello contra lo que pretendía luchar. Bill McKay será una continuación de su padre, un padre al que no quería taxativamente en su campaña porque pretendía distinguirse de una clase política enquistada y de la que él parece ya formar parte.
Cualquier parecido con esa cosa rara que se mueve en nuestro país y ahora, no es coincidencia.