Es sorprendente escuchar al señor presidente de la República y difícil no sentir una profunda desazón con sus reacciones y decisiones. El país no entendió la enorme incoherencia entre su primer decreto que invalidó todas las acciones que habían adelantado los alcaldes y gobernadores y el segundo que decretó la cuarentena total en todo el territorio. El primero denotó un celo vanidoso frente a las rápidas y oportunas reacciones con que los burgomaestres enfrentaron la amenaza del virus y dieron respuesta ágil a la angustia creciente de la comunidad y que contrastaban con su frivolidad.
El segundo decreto, demorado pero necesario, también desentonaba con su firme posición de mantener “cielos abiertos” e incluso de ofrecer a Bogotá como puerta aérea para Suramérica, circunstancia que salió a desmentir mientras varios países lo agradecían. Como un colombiano del común, imbuido del pánico que a todos nos agobia, me sentí ofendido y manipulado aunque al final terminara aceptando sin vacilaciones las medidas de confinamiento obligatorio.
Quizás no haya en nuestra historia reciente otro momento más difícil y abrumador y trae a mi mente aquellos aterradores que tuvieron que vivir los gobernantes y actores de la segunda guerra mundial. Una y otras son circunstancias que requieren lideres de gran talla, estadistas y caudillos capaces de sacar una nación adelante.
Sin pretender asumir una posición que pueda interpretarse como política, sino simplemente ciudadana, creo que las respuestas —hasta ahora— de Duque frente a la crisis son inanes y carentes de valor. Su alocución la semana anterior para contarle a los colombianos las medidas económicas y financieras adoptadas por su gobierno para aliviar las afectaciones a que se han visto sometidos por efectos del coronavirus da grima.
Su tono y su semblante relajados y ausentes de angustia revelaban su desdén. Casi todas las decisiones parecían ridículas y oportunistas, ajenas a la cruda realidad que amenaza con azotar el bolsillo de los colombianos. No les cabe tan siquiera el calificativo de populistas porque no halagan a ninguno de nuestros compatriotas, con excepción claro está de los banqueros y propietarios de las entidades financieras.
Ampliar los plazos de los créditos existentes, otorgar nuevos créditos para adelantos de nómina y el no pago de capital sino de intereses son todas propuestas ridículas desde el concepto de la solidaridad. En ninguna de ellas hay algún esfuerzo financiero o económico de la banca ni les representa una disminución de sus enormes utilidades. Por el contrario les convienen: reciben el total de los intereses e incrementan el volumen de dinero colocado. Por otro lado, anunciar la reconexión del servicio de agua a un millón de familias desconectadas nos produjo un enorme desconcierto. Si la cifra es real —que no la creo— significa el reconocimiento del fracaso que somos como estado. Si un millón de colombianos están cobijados con sistemas formales de acueducto pero se encuentran desconectados algo anda muy mal.
Anunciar una política de “punto final” en el caos reinante en el sector de la salud es avalar la corrupción de cuello blanco. Es aceptar “el atraco” a que se han visto sometidos los hospitales y reconocer el fracaso de la ley 100 y su privatización del servicio. Afirmar también que no habrá aumento de tarifas de servicios públicos durante el tiempo de la crisis es irónico. ¿Acaso tenían planeado un incremento durante los meses de marzo, abril y mayo?
Y por último, es lamentable que los temas más sensibles para una sociedad brillaran por su ausencia: los arriendos, la continuidad de los puestos de trabajo, los contratos de prestación de servicios, los subsidios a los más pobres, el acceso a los alimentos, los alivios tributarios a las empresas y muchos más.
Duque nos recuerda a la Chimoltrufia cuando dice “como digo una cosa, digo otra”.
Original publicada en El Diario y reproducida en El Opinadero con autorización expresa del autor.