Por JERSON ANDRÉS LEDESMA
Las manos del jugador de ajedrez son temblorosas, más aún, cuando sobre la línea de casillas blancas y negras se apresuran movimientos repentinos sujetos a una ardua sobrevivencia; porque el ajedrecista es un sobreviviente frente a los mismos caminos que ha elaborado, preso de sus decisiones y de los rigores del tiempo, por tanto, una vez ajuste su pieza de acuerdo a sus observaciones no habrá vuelta atrás, ahora, esperará una respuesta que posiblemente sea contundente o también endeble, la cual le signifique asumir otras posibilidades. Ahora bien, en una partida de amigos, fuera de los eventos oficiales, las conversaciones espontáneas develan un interesante carácter psicolingüístico, al proferir una batalla verbal o gestual para incomodar al oponente. – ¿Te gustan las papas a la francesa y la gaseosa?, gracias, tus piezas me saben igual. Estos recursos idiomáticos apenan la conducta de quien se siente abatido, pero quizá en alguna vuelta de la partida, la historia que se proyecte en el juego sea equivalente a las acciones sobre un escenario mayor, así los hombres temblorosos hallen algún escape o progresismo arribando a una octava fila. –Estás muy flaco, amigo, tan flaco como para no comerte esa pieza que te he dejado en el aire- entonces, empieza un cruce de términos, calificativos, descripciones, analogías, así como el empleo de ironías y sarcasmos. En caso de que no sea suficiente el acecho verbal, comienzan los golpeteos en los pies, unas miradas calculadoras, se sonrojan las pieles, se contraen los músculos, un vasto trabajo de campo para el semiólogo en la interpretación de los códigos y símbolos. Las manos del jugador de ajedrez son temblorosas porque su estado actual depende de las circunstancias, motivado por alguna percepción que le indique avance, en todo caso su función es correspondida por la contraparte, también con algún ideal sobre la marcha, también con intuiciones, narrativas que se generan internamente y que describen su lucha. En el caso de los niños, hay mayor singularidad; el niño no solo adquiere una destreza mental en el quehacer táctico y sobreviviente, también filosofa ante los resultados observados luego de cruzar más allá de la mitad del juego y también, una vez más, sus manos son temblorosas porque la soledad lo vuelve inerme, desprovisto, desamparado ante el destino; sin embargo, no tiene más que proseguir las reglas, andar, soñar y concentrar su ruta, además, como alguien dice por ahí: deja que hable con sus piezas.