CINE PARA EL OPINADERO
Primero fue esa grata experiencia de coger el vicio de ir a cine los domingos con la familia entera o con parte de ella y, sobre todo, en la mañana, a eso que llamaban los teatros con un cartelito en cartulina y con letra palmer, MATINAL. Allí veíamos los Ossa; papá, mamá y hermanos, dos películas seguidas, las que interrumpían los dueños de las salas durante quince minutos, entre la primera y la segunda, para llenarnos el estómago con obleas, gaseosas, conos y salchichas calientes con un frío pan pálido. Hacíamos cola a las 9 y treinta de la mañana y desde las diez y cuarto hasta la una pm, que duraba nuestro paseo, se nos olvidaba el mundo, por culpa de Los diez mandamientos, Tarzán, El Santo, un enmascarado de plata que nunca se dejó ver el rostro y murió dejándonos con ese misterio, Viruta y Capulina, Cantinflas, la Fantasía de Walter Elías Disney, Espartaco, El Rey de Reyes, Dick Van Dike, un poco de gente cantando y bailando bajo la lluvia, la bella Mary Poppins, Charles Bronson, West side history, un ladrón de Bagdad y finalmente (tragándome muchos y muchas) un genial Jerry Lewis que nos hizo reír como cuatro meses seguidos porque los dueños del Karká y el Capri se dieron cuenta que nos reíamos mucho, pasándonos por el mismo precio dos de sus películas cada domingo, donde conocimos a uno de los mejores cómicos que Hollywood se hubiera podido inventar para bien del entretenimiento.
Todos en casa, ahora, después de viejos, recordamos cada rato al botones, al novio del espacio, al profesor chiflado, al ingenuo, a esos que no subían al puente ni bajaban al río, a Tú, mi conejo y yo, a esos tres en un sofá, y digamos que finalmente, al matasanos, que pasó de trabajar como actor protagonista a director de sus filmes porque comprobó en la marcha que de su vida fantasiosa de comediante que todo lo podía hacer solo y volverse famoso solo y enriquecerse como lo hizo, solo.
Fue un comediante que se encargó de contratar grandes orquestas de jazz, para que le hicieran la banda sonora a una escena de un baile suyo, a un plano secuencia donde sin máquina de escribir, elaborara una carta perfecta con su tecleado memorable sin nada en su escritorio, y, que a punta de jazz, del más fino, se le acompañara con una fantasía memorable, mientras bajaba (o subía) unas enormes y bellas escalas, al compás de las notas salidas de la garganta de un puñado considerable de negros que escribían para él las más bellas notas de esa música de origen africano, con enormes saxofones, trompetas y/o clarinetes, que desde esa época y hasta hoy, nos alegran la vida, así tenga el más triste de los orígenes.
Estoy seguro que los que conocimos todo su cine, no somos ni seremos capaces de olvidarnos jamás de ese genial cómico que hiciera las más originales de las muecas que a cómico alguno se le hubiera ocurrido inventar.
Y sigue la historia, el obligado estudio (que gracias a Dios es obligatorio), nos condena a la dispersión, y al desintegrarse la familia, porque cada uno hace lo que sus antojos y sueños le indican, el cine que debemos consumir, se anarquiza. Yo, por ejemplo, me animé a amar al cine que me enseñó a amar. Bien o mal, pero me enseñó a amar, y gracias le doy a un hombre y una mujer, a love story, a Sophía Loren, a Liz Taylor, a Vanessa Redgrave, a Claudia Cardinale, a Marlon Brando, a Marcelo Mastroianni, a Alain Delón, a Dominique Sanda (que casi me muero de verdad cuando la vi en persona en un Festival de Cine de Cartagena, porque creí en algún momento que no existía en la vida real, que era obra de una Inteligencia Artificial, porque nunca imaginé que podía haber una mujer tan perfecta), a esa María Félix, a esa July Christie… y a ese puñado de estrellas que llenaron mi firmamento por décadas y que sirvieron para endurecer ese pequeño órgano que nos pusieron en el pecho, no sé quién, y que llaman corazón. (Así lo hubiera desgastado por culpa de las veces que lloré a escondidas en la sala que afortunadamente los Lumire se idearon que tenían que ser de esa manera).
Pero ha de aparecer ese otro cine, el revolucionario, el de protesta, el que fabrica sin querer una serie grande de intelectuales y pensadores que ayudan a evitar que este mundo se vaya al abismo muy rápido, que obliga a pensar en la justicia, en la equidad, en que debe haber más conciencia para continuar la vida y en el prójimo, ese ser, que son todos ustedes, y que nos permiten alimentar más el amor, para buscar que los mundos sean mejores.
Por eso nos hemos animado a querer el cine, a querer escribir sobre cine, a mirar al mundo casi que como Stanley Kubrik, solo por el visor de una cámara “tomavistas”, para ser más sociables y amables con este extraño ambiente que nos habita, nos rodea y nos intenta a veces apabullar.
Respeto a los que escriben bonito, los admiro y los envidio, debo decirlo; respeto a los que hacen literatura con el cine, a los que hacen literatura que alimenta al cine, a los que hacen cine y lo ponen a uno a querer la vida, a querer que la vida no se extinga, a soñar con los ojos abiertos, pues eso es lo que propone el cine desde que nació. Doy gracias a los que han hecho todas esas películas hermosas que he visto y a los que escriben y han escrito sobre cosas que no existen, pero que nos hacen verlas y creer que están ahí, para salvarnos de todo mal y peligro.
El cine fue para nosotros en casa, un paseo de domingo durante muchísimos años, por eso respeto tanto ese día, aunque aprendí de golpe, un tiempo, un hermosísimo tiempo, a desear que llegaran esos días que fueran antes que sea domingo, porque me llenaron el alma, el corazón, la sangre, la vida, de otro cine, ese más tangible, más poderoso, tanto que no existen palabras que sean capaces de explicar su razón de ser.