Por LUIS FERNANDO CARDONA G.
Por espacio de una semana desde el 28 de abril hasta el 5 de mayo de 2021, he visto desde el encierro de mi casa, transformada en mi lugar de trabajo y mi refugio, cómo se desangra el país por los cuatro costados, en una sucesión de violencia y represión. Noticieros televisivos y redes sociales no dejan de compartir imágenes y videos que dan cuenta de la sangrienta lucha que ha terminado por llevar dolor y muerte a los hogares colombianos. Crudas y escandalosas, las tomas muestran, con sonido ambiente, capturas ilegales y desapariciones, muertes, torturas, violaciones y lesiones arbitrarias; del lado contrario, hordas enardecidas que apedrean bienes públicos, destruyen nuestro sistema de transporte, saquean tiendas y mercados o locales comerciales donde apenas ayer nos abastecíamos para sortear el largo encierro. Es como si la irracionalidad se hubiese apoderado de nuestros compatriotas y hubiéramos quedado a la deriva, sin a quién acudir en busca de una protección. Policías que disparan contra la multitud, balas de goma y gases lacrimógenos, armas de fuego que desenfundan de manera subrepticia y vehículos sospechosos donde son lanzados los muchachos que protestan. En la oscuridad de la noche, tétrico es el panorama: fuego que hace arder las edificaciones públicas, o que pone en riesgo a policías en un Cai. En el suelo, un policía con su escudo trata de protegerse mientras la turba lo intenta lapidar y un manifestante sensato sale en su defensa, quizás porque en su rostro identifica a un semejante. El país arde. El mundo entero mira sorprendido cómo una nación que se ufana de su larga democracia cae en el abismo de la sin salida. Y nosotros, en el encierro obligatorio clamamos al cielo por un poco de paz. Muy cerca, una madre llora desconsolada por su hijo policía, que tiene miedo y dolor al enfrentar a su vecino, pero nada puede hacer por evitarlo, porque ha jurado obedecer al superior. Su caso no es aislado, son cientos, mañana serán miles, encendiéndole una vela al Milagroso, para que esta locura llegue a su final. A su lado, la mejor amiga de ésta, es madre de un estudiante, que aún no aparece. Salió a pronunciarse en contra de la Reforma Tributaria. Dijo que no aguantaba más injusticias y se fue con su mochila al hombro. Gritó consignas y cantó estribillos, hizo sonar tambores y enarboló banderas tricolores, pero cuando la adrenalina se apoderó de él y de sus otros compañeros, le lanzó una piedra a la patrulla; en su huida cayó y lo atraparon. Fue una noche de mayo en una calle de Pereira, y hoy está en una lista que publican sus amigos, pidiendo que aparezca vivo, porque vivo se lo llevaron. La madre reza y en silencio llora. Porque ese muchacho, su hijo muy amado, salió a marchar por ella que no puede. Ambas se abrazan, la del Policía y la del estudiante. Ambas sufren las mismas penurias y miserias. Sobreviven de migajas mientas otros, opulentos, se quedan con el producto interno bruto. Los que patrocinaron a los gobernantes para que llegaran al solio de Bolívar, los que los hicieron aprobar impuestos onerosos, que dejan cada vez más pobres a los pobres, los que se lucran de las platas del estado, los que dan la orden para que otros mueran. Protestan los que apenas sobreviven, aquellos que no llegan siquiera a clase media, los que siempre callaron y hoy reclaman, uno con todas las fuerzas de su alma y otro en silencio, obedeciendo en filas, las órdenes que vienen desde arriba. -Esta lucha, dijo el estudiante, es por ti mamá, que no tienes alientos para salir y reclamarles tus derechos. -Este dolor, dijo el de uniforme, es porque soy incomprendido, los de mi propia clase me apedrean, mis compañeros casi son incinerados, mis jefes me ordenan disparar, y cuando esto pase, si es que algún día se supera, estaré abandonado, respondiendo por lo que otros han causado.
«Te pido, Señor, por mi Colombia, porque regrese la paz y retorne la justicia, y porque la lucha de quienes protestaron no sea en vano como cuando siglos atrás Galán, el Comunero, creyó que había derrotado el mal gobierno, y terminó descuartizado y sus restos esparcidos por los pueblos en escarnio, para que nunca más el pueblo se volviera a rebelar».
Como madre siento el dolor de cada una de aquellas que han perdido a sus hijos🖤
Muy buena descripción de la caótica situación actual, un buen llamado a la sensatez, todo violencia contra lo público va en contra del pueblo, el vandalismo no es protesta social y todas las vidas son valiosas, no debe haber muertos por ningún razón o excusa, somos pueblo colombiano y no podemos matarnos entre nosotros por las manipulaciones de los dueños del poder.
Muy clara y elegante descripcion