Quizás el peor mal de la humanidad es el fanatismo. Desde el nacimiento mismo vamos incorporándonos a grupos, corrientes o colectivos dependiendo del entorno en el que nos tocó vivir. Tenemos una raza, un apellido, una posición social, una patria y una religión. Nos vienen por herencia y en la casi totalidad de los seres humanos permanecen por siempre. Llevamos sembrado en el ADN la necesidad de defender esos «valores» y al tener uso de razón nos convertimos en sus defensores a ultranza. Este afán de pertenecer a grupos nos lleva también a otros colectivos de pensamiento como los partidos o corrientes políticas.
El problema empieza cuando el sentido de pertenencia que construimos hacia cada uno de esos colectivos nos lleva a rechazar —incluso repudiar— a quienes no pertenecen a ellos. Por desgracia esa pasión positiva se convierte en otra negativa. Miramos con desdén unos y con odio otros a quienes no pertenecen a los nuestros. Allí nace la intolerancia y el fanatismo y todos sabemos que la gran mayoría de los conflictos humanos, sino todos, se originan en él.
El apasionamiento llega hasta el punto en que queremos cambiar a los demás, desterrarlos o eliminarlos. Desde niños y en nuestros hogares se forjan los afanes y la actitud humana de querer cambiar al otro, al hermano, al hijo, al vecino, al amigo. Son «normales» las tendencias a castigar al hijo para enderezarlo o las presiones para que se haga médico o ingeniero, los afanes por aconsejar al otro para que cambie. Nos vamos convirtiendo en redentores, en dueños de la verdad y poco a poco en intolerantes.
El cenit del problema llega cuando nos hacemos fanáticos de los valores (un concepto absolutamente relativo), incluso del diálogo y del respeto. Llegamos a predicar la tolerancia pero atacamos a los diferentes. Solo aceptamos a quienes profesan nuestras creencias.
Ahora, en la modernidad, con las redes sociales la cosa se pone peor. Abundan los chats y los grupos de fundamentalistas que predican sus «leyes» y atacan a quienes son o piensan diferente. Hay fanáticos de la política que expresan violencia o la invocan como instrumento para combatir al contrario. Fanáticos de la religión, de la estirpe, de la raza. Han nacido incluso fanáticos de la tolerancia y apasionados del antifundamentalismo.
El único camino para evolucionar, para hablar de civilización, para creer que el ser humano es capaz se sobrevivir en este planeta es practicar la tolerancia. Desafortunadamente el rumbo está lleno de procesos educativos en contrario y lejos de mejorar pareciera que estamos empeorando.