Por: Ernesto Zuluaga
Tres hechos recientes convulsionan la maltrecha justicia de nuestro país: la detención domiciliaria de Aníbal Gaviria Correa decretada por la Fiscalía General de la nación y confirmada por la Corte Suprema de Justicia, la de Álvaro Uribe Vélez ordenada por la misma corte y el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre la sanción aplicada a Gustavo Petro por la Procuraduría General de la Nación. Cada uno tiene profundas implicaciones que exigen acciones urgentes e inmediatas de quienes tienen la responsabilidad de legislar y de establecer el marco del poder judicial colombiano.
En el caso del gobernador de Antioquia, nos queda el sinsabor de que después de quince años de ocurridos los hechos nuestra justicia pretenda ser eficaz y considere adicionalmente que aún se puedan torcer las pruebas o los testimonios. Igual que con el caso de Uribe, quién puede asegurarnos que desde sus domicilios no puedan actuar y conversar con quien quieran? Además, a nadie le cabe en la cabeza que ambos dirigentes no puedan defenderse en libertad o que vayan a escapar de la justicia. Detrás de ambos fallos se siente un “tufillo” político que deteriora aún más la imagen de las autoridades judiciales.
Pero en el caso Petro, las consecuencias son todavía más profundas. Miremos. La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) es uno de los órganos judiciales de la Organización de los Estados Americanos (OEA), cuya función primordial es la de aplicar e interpretar lo establecido en la Convención Interamericana sobre Derechos Humanos y en otros tratados vigentes sobre la materia, en cada uno de los países miembros de la misma. Dicha corte fue creada a raíz de lo establecido en la Convención Interamericana de 1969 e ideada como un aparato jurídico internacional que pudiera tomar decisiones en los casos en que los Derechos Humanos fundamentales estén siendo violados en alguno de los países americanos. Esta corte sustituye la voluntad de los Estados Partes en las situaciones de conflicto, ejerciendo una de sus características jurisdiccionales como es la función de decidir —en lugar de los Estados o de los particulares— sobre los temas relativos a la protección y defensa de los derechos humanos. Los fallos de la CIDH son definitivos e inapelables y los países están comprometidos a cumplir sus decisiones en aquellos casos en que sean parte. Dicho de otra manera, se construye el concepto de cosa juzgada internacional y no proceden contra ella ningún recurso ni otros medios de impugnación.
La CIDH le ordenó al Estado colombiano adecuar en un plazo razonable su ordenamiento jurídico interno en lo relacionado con asuntos como sanciones a funcionarios de elección popular y en el sentido de que toda sentencia que implique una sanción de inhabilitación o destitución contra un empleado público electo democráticamente y que se produzca por vía de autoridad administrativa —y no por condena de un juez competente en proceso penal— es contraria a la Convención Americana sobre los Derechos Humanos.
En conclusión, este fallo le decretó la pena de muerte a la Procuraduría General de la Nación. El Ministerio Público ha sido desde siempre un órgano “politizado” en el que sus cabezas son elegidas por intereses electorales y como tal responden a ellas. Casi todos los procuradores de la nación han terminado convertidos en candidatos presidenciales y todos los funcionarios que designan por todo el territorio nacional han sido y son cuotas políticas de los congresistas. Una aberración inaceptable de nuestra justicia. Pero, ¿será capaz el Congreso de la República de cumplir dicho fallo y eliminar así una de sus principales estructuras electorales?
La tarea que la CIDH le impone al Congreso de la República, es difícil de cumplir por ese órgano, en la medida que le pide legislar en contra de sus intereses. Como va a hacer el Congreso para adecuar el ordenamiento jurídico, al punto de dejar a la Procuraduría General de la Nación, sin la facultad de sancionar funcionarios de elección popular; si es precisamente ese órgano de control, una entidad dedicada a pagar favores burocráticos a quienes ternan y eligen a su titular cada ocho años.
Para la muestra, hay que remontarnos a la Procuraduría de Monseñor Alejandro Ordoñez, él, un hombre católico a ultranza, repartía cargos de “Procurador Judicial grado II”, con sueldos que superaban los $16 millones para esa época, a las múltiples señoras de sus amigos más cercanos. No podemos olvidar, que tanto la esposa como la concubina del ex presidente de la Corte Suprema de Justicia LEONIDAS BUSTOS, hoy prófugo de la justicia, ocuparon cargos de Procuradoras Judiciales grado II, en ese periodo. Pero no eran las únicas, novias, esposas y amantes de otros Magistrados, Consejeros de Estado y Congresistas, eran las damas con hoja de vida adecuada para esos cargos.