Cuenta una leyenda que se encontraron en la selva, un tigre y un guacamayo, un niño los vio de cerca, pretendiendo no estar allí, miró de soslayo; corriendo buscó un lugar donde pudiera observar mejor lo que estaba pasando, se escondió entonces detrás de un árbol de tallo ancho que daba justo frente a la escena que estaba presenciando.
Vio al tigre saltar muy alto, hasta quedar suspendido en el aire, como si estuviera volando; el guacamayo se sostenía a la misma altura a la que el felino estaba llegando, y a riesgo de perder las plumas, permitía que la fiera sus garras en el pecho fuera deslizando. El niño se asustó, no entendió qué estaba pasando, quizá debía ahuyentar al tigre pues al ave estaba lastimando, pero con una mirada profunda, aquel pájaro amarillo le dijo que no había de qué preocuparse, pues él era un maestro y al tigre estaba entrenando. Tiene lógica, pensó el chico, si el ave estuviera en riesgo, ya hubiera salido volando y con una pequeña sonrisa, detenidamente siguió observando. El pecho del guacamayo un poco estaba sangrando, pero no había dolor, sólo las consecuencias de un acto consensuado, el resultado de permitir que, la fiera entendiera que su presencia no siempre tenía que ser mortal, que no había que ser feroz, si nadie lo estaba atacando.
En cada salto el tigre, la fuerza de la que era dueño, iba controlando, a la vez que, guardaba las garras para acariciar el pecho del valiente guacamayo. El niño rápidamente entendió que era una lección de amor, más que el entreno de un feroz mercenario; se trataba de que la dulzura cobrara mas fuerza que el instinto de ataque de aquel temible gato. El tigre saltó muchas veces, hasta que cayó cansado, el guacamayo descendió a la tierra y se posó a su lado. Permanecieron una noche juntos, entendiendo que para eso se habían encontrado, para enseñarse el uno al otro, algo que habían olvidado. El ave le enseño al tigre a guardar sus garras para no hacer daño y el tigre le dijo al ave, que, aunque permaneciera en el cielo, su vuelo debía ir afirmando. Se regalaron dulzura y valor, alegría y visión, compañía y amor. Seguían siendo aire y tierra, vuelo y carrera, delicadeza y valor. Para un fugaz encuentro estaban destinados; tan pronto como amaneció, con gratitud, el tigre se despidió y el ave su vuelo emprendió.
El niño contó la historia para que todos supieran que siempre hay algo más que el otro tiene para enseñarnos, que en la fortaleza vive la dulzura y en la libertad, la elección del vuelo poner en alto. Se dice que se oye en el cielo el sonido del guacamayo y en la selva el rugir del tigre que contesta para saludarlo. No importa si un encuentro es corto o en el tiempo se hace prolongado, lo que importa es la lección que queda después de que dos vidas se hayan cruzado.