La guaquería, esa búsqueda fascinante y misteriosa de tesoros arqueológicos, ha sido una actividad profundamente arraigada en la historia de Colombia.
Alimentada por el imaginario popular y el deseo de encontrar riquezas escondidas, esta práctica ha dejado marcas indelebles tanto en el patrimonio cultural como en las memorias familiares.
Desde tiempos coloniales, los relatos sobre guacas —tesoros indígenas enterrados bajo la tierra— han despertado la ambición de muchas generaciones, pero también han causado la pérdida de valiosas piezas arqueológicas.
La guaquería, sin embargo, no es solo un fenómeno histórico o cultural, sino una experiencia que ha tocado a muchas familias, incluida la mía.
Las guacas, o tumbas precolombinas con ofrendas funerarias, tienen su origen en las culturas indígenas que habitaban nuestro territorio mucho antes de la llegada de los colonizadores.
En su cosmovisión, la muerte no era un final, sino una transición hacia el mundo espiritual.
Los objetos valiosos como oro, cerámica y piedras preciosas, enterrados con los muertos, eran símbolos de estatus, pero también instrumentos para acompañar al difunto en su viaje al más allá.
Desde muy niño, escuché historias que mi padre y sus amigos contaban sobre las guacas.
Recuerdo cómo, durante los Viernes Santos, él y un grupo de compañeros salían de noche en busca de tesoros.
La creencia popular decía que solo esa noche aparecían luces misteriosas sobre los entierros, señalando su ubicación.
Armados de valor y fe, cavaban bajo esas luces, esperando encontrar cofres repletos de riquezas.
Según las leyendas, al pronunciar las palabras mágicas: «De parte de Dios todopoderoso, diga qué quiere», los espíritus guardianes del tesoro revelarían sus secretos.
Aunque mi padre nunca encontró ningún tesoro —o al menos eso nos contó—, aquellas expediciones nocturnas llenas de misticismo siempre ocuparon un lugar especial en nuestras charlas familiares.
En el folklore de la guaquería, hay un tipo de historia que siempre ha capturado la imaginación popular: la de los arrieros que, por pura suerte, se volvían ricos al descubrir entierros escondidos durante sus largos viajes.
Según las narraciones, estos arrieros, que cruzaban montañas y valles con sus mulas cargadas, muchas veces se encontraban con tesoros ocultos de manera accidental.
Las historias cuentan cómo, cuando una mula tropezaba o hundía sus patas en la tierra blanda, los arrieros cavaban en el lugar y desenterraban cajones de madera repletos de monedas de oro, escondidos durante épocas de guerra o inestabilidad política por personas que temían perderlo todo.
Estas narraciones, transmitidas de generación en generación, formaron parte de la rica tradición oral de las comunidades rurales.
En mi propia familia, estas historias eran contadas como si fuesen verdades incuestionables.
Cada arriero que tropezaba con la fortuna se convertía en una leyenda viva, una prueba de que la riqueza estaba al alcance de quienes tenían la suerte —y la valentía— de buscarla.
Durante el siglo XX, especialmente en las décadas de 1960 y 1970, la guaquería experimentó un auge impulsado por la creciente demanda internacional de artefactos precolombinos.
Coleccionistas extranjeros compraban objetos sin reparar en su valor cultural, lo que provocó que los guaqueros destruyeran muchos sitios arqueológicos en su afán de encontrar oro y piezas valiosas.
Las guacas pobres, que solo contenían cerámica u objetos sin valor comercial, eran a menudo ignoradas o destruidas, lo que resultó en una pérdida incalculable de información sobre las antiguas civilizaciones que habitaron Colombia.
Algunas piezas lograron ser preservadas gracias a coleccionistas privados que, aunque no seguían los estándares arqueológicos modernos, reunieron y resguardaron artefactos.
El Museo Elíseo Bolívar en Belén de Umbría es un ejemplo de cómo, paradójicamente, estas colecciones privadas ayudaron a evitar que parte de nuestro patrimonio se perdiera por completo.
Junto a las guacas, los «entierros» también jugaron un papel importante en la imaginación popular.
Estos entierros, que no tienen el componente ritual de las guacas precolombinas, eran cofres o cajones enterrados por particulares durante momentos de inestabilidad, como las guerras civiles.
Monedas de oro, joyas y otros objetos de valor fueron escondidos en la tierra por personas que temían perder sus riquezas ante los conflictos.
Los arrieros, como mencioné antes, fueron los protagonistas de muchas historias de fortuna repentina al tropezar con estos entierros ocultos.
La guaquería no es solo una búsqueda material de riquezas; es también una manifestación de la profunda conexión del ser humano con el misterio del pasado. Las leyendas sobre luces que señalan la ubicación de los tesoros y las supersticiones sobre los espíritus que los protegen reflejan el deseo de conectarse con algo más allá de lo tangible. La figura del guaquero, ese buscador de tesoros que combina valentía y codicia, ha quedado grabada en la memoria colectiva de las zonas rurales de Colombia.
Para algunos guaqueros, la búsqueda de guacas era mucho más que un intento por hacerse ricos. Era una tradición familiar, un legado de sus ancestros, y muchos de ellos sentían una conexión casi espiritual con la tierra que excavaban.
A pesar de los métodos rudimentarios que utilizaban, muchos desarrollaron una habilidad sorprendente para identificar posibles sitios de enterramiento, basándose en señales de la naturaleza y en la interpretación de leyendas locales.
Hoy en día, la guaquería está prohibida en Colombia, y el patrimonio arqueológico está protegido por la Ley 397 de 1997 y el Decreto 763 de 2009.
Estas normativas imponen sanciones a quienes destruyen o comercian con bienes arqueológicos, y establecen que cualquier hallazgo debe ser reportado al Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH), que supervisa las excavaciones para garantizar la protección del patrimonio cultural.
La historia de la guaquería en Colombia es, en última instancia, un reflejo de nuestra relación con el pasado. Aunque esta práctica ha resultado en la pérdida de valiosos artefactos, también ha sido un recordatorio de la necesidad humana de conectarse con sus raíces y de la fascinación por los misterios que esconde la tierra.
Las expediciones de mi padre, sus relatos sobre arrieros afortunados y las leyendas populares que rodeaban la guaquería forman parte de mi identidad y del legado cultural que compartimos como nación.
Hoy más que nunca, es esencial equilibrar nuestra curiosidad por el pasado con la responsabilidad de preservarlo.
Solo a través de la investigación científica, la educación y el respeto por nuestro patrimonio podremos asegurar que las huellas de nuestras antiguas civilizaciones permanezcan intactas, permitiendo que las futuras generaciones continúen descubriendo y aprendiendo de nuestro pasado común.
Mi querido Javier, excelente artículo, lo disfrute mucho leyéndolo . Un abrazo
Muy buen artículo , con gran información
Buenos días. Recuerdo un personaje que le decían Marco Loco por llevó a tal extremo su obsesión que terminó realmente loco.
Encantadores tus últimos relatos Javier, nos transportan a nuestra niñez y al folclor colombiano.
Que buena información, historia y patrimonio.
Herencia de nuestra tierra.