Por JUAN ANTONIO RUIZ ROMERO
Especial para El Opinadero
Si usted consulta en Google el significado de “Burbuja social”, recibirá abundantes referencias al exitoso modelo de Nueva Zelanda para retomar actividades después del primer pico de la pandemia y el cual permitió liberar restricciones a núcleos familiares y grupos de personas que convivían bajo un mismo techo.
Existe también una interesante reseña literaria pre Covid-19, publicada por El País de España, en donde se indica que, por los algoritmos usados, las redes sociales están construyendo burbujas sociales, en donde solo nos relacionamos con personas afines en edad, profesión o ideología política, con lo cual se cierran las puertas a otras miradas, a lo diferente, a la contradicción. Por eso, estamos viendo -como asegura el artículo- que “en lugar de redes nos tendremos que conformar con trincheras”.
Y una tercera definición de “burbuja social”, podría resumirse en la anécdota contada por el comunicador Jhon Hadison Aguirre, quien fuera asesor del Proyecto Acunarte para la Atención de Niños y Niñas en Situación de Calle, el cual fue desarrollado hace algunos años en Pereira con financiación de la Unión Europea. Dice nuestro colega que solo cuando los niños le preguntaron si para entrar a un centro comercial había que pagar entrada, entendió la dimensión de las grandes brechas existentes entre personas residentes en una misma ciudad.
Desde el 2005, un documento académico del Instituto de Gobierno y Políticas Públicas de la Universidad Autónoma de Barcelona, España, advertía sobre las profundas transformaciones en marcha con la llegada del nuevo milenio: “Estamos asistiendo a un cambio de época. Las principales coordenadas socioeconómicas y culturales que fundamentaron durante más de medio siglo la sociedad industrial se están transformando de forma profunda y acelerada. Ulrich Beck (2002) sostiene que la clase social, la industria fordista, la familia tradicional y el estado-nación son ya categorías zombis. Existen, sí, pero se desvanecen; no estructuran el orden social emergente, su fuerza parece agotarse con la desvertebración del viejo mundo del siglo XX. En efecto, la producción masiva y estandarizada es sustituida por modelos mucho más flexibles; el esquema patriarcal da paso a la diversidad de formas familiares y a nuevas relaciones de género, el Estado se somete a presiones intensas y simultáneas de globalización y descentralización, la crisis de la representación política tradicional abre la puerta tanto
al neopopulismo de corte autoritario como a todo un abanico de ensayos de innovación democrática de alta intensidad participativa (Kickert, 1997). Todo ello, en definitiva, nos traslada a una nueva lógica cultural, diferente a la imperante en la sociedad industrial madura. La primera modernidad, la de los grandes agregados sociales, las grandes cosmovisiones y la confianza en el progreso material y la racionalidad declina con el siglo XX, su siglo.”
Y aunque cambiamos en muchos frentes, creo que con las burbujas sociales seguimos iguales.
Por comodidad, por la ley del menor esfuerzo, por simpleza, estamos acostumbrados a vivir en nuestras burbujas: familiares, laborales, de amigos, de compañeros de estudio, de activismo social o político; de seguidores de un deporte o hinchas de un equipo.
Y, con el paso del tiempo, y con ese perfilamiento que de nosotros hacen las redes sociales, nos vamos quedando en la zona de confort y preferimos vernos al espejo y tomarnos selfies y desarrollamos una gran habilidad para conjugar cualquier verbo en primera persona. Y entonces olvidamos que nuestros espejos son demasiado estrechos; que en una selfie caben muy pocos y que la riqueza de un verbo, como la vida misma, es cuando se conjuga con el otro, con ellos y ellas, con los demás.
En estas fechas de ebullición social y calentamientos preelectorales, muchos pensarían que es el momento de pinchar burbujas sociales. Todo lo contrario: es el momento de construir nuevas burbujas sociales; de abrir un diálogo desprevenido con los otros. De descubrir sus sueños y temores. De mirar a sus ojos y reconocerlos. De atrevernos a mirar más allá. ¿Seremos capaces?