Por JORGE H. BOTERO
El reporte de la CIDH mucho se parece a ese mítico monstruo. Hay que analizar sus múltiples recomendaciones y observaciones con cuidado, para acoger lo que convenga y desechar lo demás.
El problema con el reporte de la CIDH no proviene de sus numerosas recomendaciones, sino de que muchas de ellas, por ser obvias, generan malestar: es como si en materia de derechos humanos Colombia no tuviere políticas, instituciones y resultados positivos que exhibir. Deriva, igualmente, de las dilatadas observaciones que las acompañan de las cuales se extraen criticas severas al Estado sin que aparezcan los fundamentos para realizarlas, salvo las acusaciones de unos protagonistas de las marchas y graves desordenes que están interesados en que a sus versiones se les conceda plena credibilidad.

La metodología misma del proceso es cuestionable. El Estado- el nuestro, cualquiera otro- debería conocer el reporte antes de que se haga público a fin de que pueda replicar lo que le parezca, sin que proceder de esa manera convierta un proceso de naturaleza política en otro de tipo judicial. Y, por último, como desde el punto de vista formal el destinatario del reporte es el Estado, ninguna referencia en las recomendaciones se hace a los actores sociales; se crea así la impresión injusta de que ningún reproche cabe a quienes con el pretexto del derecho a protestar han cometido crímenes horrendos. El Estado acaba siendo así el único malo de la película.
Los bloqueos permanentes o dilatados coartan el derecho de los ciudadanos a circular, generan trastornos en el abasto de bienes básicos, y destruyen empleos y empresas. En la ley que regulará el derecho a la protesta, tendría que ser ratificada su ilegalidad. Igualmente se impone definir que la creación de zonas liberadas o puertos de resistencia, constituyen modalidades de asonada, tal como lo establece el Código Penal. Así la CIDH piense otra cosa.
Se queja ese organismo de que las entidades de control estén en manos de personas cercanas al gobierno y pide que esta mala práctica, que viene de años atrás, sea enmendada. Cambiar la forma de designar a sus titulares es, sin duda, indispensable para fortalecer su independencia y superar su baja credibilidad. Sin embargo, debe rechazarse, por intrusiva, la solicitud de la Comisión. El sistema de designación que tenemos no necesariamente implica grados menores de protección de los derechos humanos que si eligiéramos esos funcionarios por sorteo, entre una lista de candidatos elegibles definida por un comité de ciudadanos eméritos e independientes, que es la fórmula que creo adecuada.
En el caso de la destitución de Petro como alcalde de Bogotá, la Corte Interamericana de Justicia-una entidad diferente a la CIDH- estableció que, tratándose de funcionarios cuya investidura proviene del voto popular, su remoción requiere una sentencia judicial. Por este motivo, la Comisión le recomienda al gobierno asegurar que la Procuraduría no conserve esa función, como lo pretende una reforma en curso. Sospecho que tiene razón, aunque no era pertinente incluir ese tema en un reporte sobre los recientes episodios de malestar social. Mejor sería reformar o abolir esa entidad que en muchos aspectos es inútil: duplica a la Fiscalía, la Defensoría del Pueblo y las personerías municipales. Muchas de sus actuaciones no aportan ningún valor a la sociedad.
En la generalidad de los países, existe una separación nítida entre los estamentos militares, que protegen la integridad del territorio y nos defienden de enemigos internos o externos, de los cuerpos policiales, cuyo cometido es proteger a los ciudadanos y sus bienes, incluida la infraestructura pública. La cultura, el entrenamiento, la dotación, la disciplina, los valores son diferentes. Es tiempo de superar, como muchos países lo han hecho, su común adscripción al Ministerio de Defensa. Duque se opone a aceptar esa recomendación, que otros muchos hemos formulado, invocando razones históricas, que ya no son pertinentes, y la necesidad de evitar la politización de la policía. Si la contención de ese riesgo depende de mantener el nexo existente, los riesgos que preocupan al presidente son altos. Los ministros de defensa son tan proclives al clientelismo (o a practicar excelsas virtudes) como los de cualquier otra cartera.
En diversos segmentos de su extenso texto, la Comisión usa un lenguaje hipotético con el fin de evitar señalamientos que investigaciones rigurosas podrían no validar. Sin embargo, en otros, cuando se refiere al Estado, no vacila en romper la prudencia que debería caracterizarla: “La CIDH ha podido constatar que, en reiteradas ocasiones, [énfasis añadido] así como en diversas regiones, la respuesta del Estado se caracterizó por el uso excesivo y desproporcionado de la fuerza en muchos casos, incluyendo la fuerza letal”.
El gobierno ha reconocido situaciones de abuso por agentes del orden y afirmado que las investigaciones se encuentran en marcha. Pero entre tan lamentables episodios, y la violación generalizada y sistemática de los derechos humanos, hay un abismo. Y esto último es lo que da a entender ese párrafo, y otros tales como los relativos a discriminaciones de género y raza. Afirmaciones tan delicadas como esas exigen exponer las razones en las que se soporta esa convicción; de lo contrario, estaríamos en la absurda situación que Kafka describió en El Proceso. No bastan lo que los abogados llamamos hechos notorios: unos cuantos y lamentables videos que son de público conocimiento, carecen de referencias contextuales y pueden haber sido editados.
Sorprende que nos recomienden acciones tan elementales como respetar el debido proceso, que los detenidos puedan tener interlocución con sus familias, que se liberen a las personas detenidas arbitrariamente, que haya revisiones legales independientes de las imputaciones formuladas. ¿Tan bajo hemos caído? ¿Nos habremos convertido en una Banana Republic? ¿O, más bien, seremos víctimas de la desmesura y la superficialidad?
Por último, la Comisión nos ofrece una asesoría no solicitada para implementar sus recomendaciones, que no son obligatorias. Esa propuesta constituye una afrenta al Estado, al gobierno tanto como a la oposición, al congreso y a la justicia. Ya veremos los colombianos cómo resolver nuestros problemas. Si requerimos o no asesores es asunto nuestro.
Briznas poéticas. De Gustavo Adolfo Garcés: “El difunto llegó en la noche / tranquilo / sin solemnidad / se quedó horas mirándonos / dice que solo puede vivir / en esta tierra”.