Por LUIS OSPINA
El hoy precandidato a la Presidencia de la República, Humberto de la Calle Lombana, invita con frecuencia a “no seguir hablando sólo del Acuerdo Gobierno-Farc.”
A su juicio, es relevante abordar otros temas de país, que tienen igual o mayor importancia. Aunque le asiste algo de razón, no parece fácil desprenderse del todo de este asunto que comenzó el 28 de agosto del 2012. Tan sólo hay que recordar, al menos, los seis puntos centrales del mismo: política de desarrollo agrario, participación política, fin del conflicto, drogas ilícitas, víctimas, e implementación, verificación y refrendación. A prima facie estos temas tienen que ver casi con todo lo que es fundamental en este país.
Sin embargo, aunque hay un tema que no está directamente explícito en el Acuerdo: el perdón, éste sí aparece vinculado al reconocimiento de responsabilidad de las partes, con lo que sucedió en esta confrontación armada. De alguna manera, para las víctimas este hecho sería como una victoria temprana. El 3 de diciembre del 2016, algunos miembros de las Farc se reunieron con los familiares de los 11 diputados del Valle (secuestrados en el 2002) y durante cuatro horas unos reclamaron, lloraron y expresaron toda la rabia que les acompañaba; los otros, escucharon lo que les dijeron. Con una profunda tristeza Carolina Charry, los miró a los ojos y les dijo: “Soy hija del diputado Carlos Alberto Charry, secuestrado y asesinado por ustedes en cautiverio”; y Sebastián Arismendi les confesó con rabia que “algún día quiso matarlos y cobrar venganza.” Catatumbo, quien justamente ordenó el secuestro comentó: “No vamos a evadir la responsabilidad. Estaban en nuestras manos, y no se puede reparar lo irreparable, se trata de resarcir el daño, que es distinto (…) La muerte de los diputados fue lo más absurdo de lo que he vivido en la guerra, el episodio más vergonzoso, no nos enorgullecemos de él. Hoy, con humildad sincera, pedimos perdón. Ojalá ustedes nos puedan perdonar.” No obstante, cualquiera que sea la cantidad de agua que haya corrido bajo el puente del Acuerdo desde esa época a hoy, muchos ciudadanos (pero sobre todo, aquellos a quienes no les afectó directamente la guerra) no expresan ningún tipo de reconciliación y ni mucho menos de perdón; por el contrario estimulan un discurso del odio que quizás le haga más daño al país que las mismas acciones cometidas por los actores involucrados en el conflicto amado. Y para echarle leña al fuego, algunos aducen que la ausencia del perdón es como ponerle palos a la rueda de la paz.
Pero… ¿qué es lo que realmente significan estos términos del perdón y la reconciliación? De entrada, es necesario pensar en desteologizar el perdón y convertirlo en una virtud cívica, de tal manera que conlleve la renuncia a la venganza y al odio. Ésta es una manera razonable de fortalecer la laicidad en este país, asunto que se enturbia por la injerencia de las iglesias en los asuntos propios de este mundo terrenal.
La antropóloga Diana Gómez, hija de Jaime Enrique Gómez, asesor de Piedad Córdoba y que fue desaparecido el 21 de marzo del 2006 en Bogotá, lo dice con suficiencia: “Se aporta más a la construcción de una paz cuando las víctimas se comprometen a no alimentar la espiral de violencia y se plantea que los crímenes de los que fueron objeto son imperdonables.”
Cabe pensar, entonces, que el perdón debe cruzar la puerta de lo imperdonable. Y cuando se piensa en esta puerta de lo imperdonable se le podría presentar al victimario la oportunidad para regresar a la vida civil o para adentrarse en ella por primera vez.
Considerando que el perdón es siempre individual, es importante mantener presente que no puede convertirse en una obligación. Quien pide perdón por un daño que haya infringido, sea leve o grave, debe saber que tiene que demostrar un serio acto de reconocimiento de su responsabilidad; y debe, por tanto, explicar por qué y cómo sucedieron los hechos. En cualquier caso, el perdonar debe motivar para que no se revictimice a las víctimas y surja de nuevo toda relación de dominación persistente.
Es fundamental pensar con juicio sobre la reconciliación, sobre todo si se hace desde las víctimas. Las preguntas, serían, entonces, ¿por qué éstas tienen que disponerse a reconciliar-se?, ¿con quién y por qué razón deberían hacerlo? Lo que se podría dar, y tal vez con mayor efectividad, es que todos los ciudadanos: participantes activos del conflicto armado, víctimas y ciudadanos de a pie, sobre todo los indiferentes frente a la crueldad de la guerra, acepten que la responsabilidad es colectiva, y procuren juntos diseñar estrategias para buscar la construcción de una convivencia duradera. De ahí que un proceso de reconciliación debe ser el resultado del reconocimiento de lo que hay de humanidad en los que se han considerado como enemigos.