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Manzanero, el más grande

Por ERNESTO ZULUAGA RAMIREZ

Puedo asegurarles sin temor a equivocarme que la gente que lleva la música en sus entrañas es la más feliz. Se los dice un romántico empedernido que fue amamantado con boleros y que los adoptó —desde que tuvo uso de razón— como compañeros inseparables de su existencia. Para mi fortuna, la de mi generación y la de la música en general hace aproximadamente 130 años nació en Cuba este género musical que rápidamente se asentó en México, Puerto Rico y el Caribe y después en Suramérica, España y en el mundo entero. Sin embargo en ninguna parte se hizo tan prolífico y polifacético como en el país de los “manitos”. Una primera generación de grandes compositores apareció en México en la primera mitad del siglo XX con Agustín Lara (“Solamente una vez”, “María bonita”) y María Grever (“Júrame”, “Cuando vuelva a tu lado”) y su éxito descomunal desató un furor inusitado que dio origen al nacimiento de una segunda pléyade de gigantes del bolero: Roberto Cantoral (“El reloj”, “La barca”), Consuelo Velásquez (“Bésame mucho”, “Verdad amarga”), Luis Demetrio (“La puerta”, “Voy”), Álvaro Carrillo (“Mentira”, “Sabor a mí”) y el más grande de todos el yucateco Armando Manzanero Canché. Nieto de una india maya que nunca habló el español e hijo de un músico experimentado que había fundado una orquesta típica, este pequeñito de estatura se convirtió muy rápidamente en el más grande exponente del género en toda su historia. Compuso más de 400 canciones y logró que al menos de 50 de ellas se hicieran tan famosas por el mundo que no haya rincón en el que no sean cantadas en decenas de idiomas y por miles de cantantes y grupos musicales.

Le conocí personalmente cuando —siendo yo alcalde— aceptó mi invitación para engalanar la ceremonia de coronación de las dos reinas de Pereira (la popular y la internacional) en el año 1993, en el teatro Santiago Londoño. Viví sensaciones encontradas por sus caprichos pendencieros antes de su presentación, pero su magia me hizo perdonárselos. Demoró dos horas el evento, movió inconforme el piano varias veces por todo el escenario y se negó —antes de actuar— a recibir un cheque como pago por su función lo que nos obligó a hacer “maromas” increíbles para conseguir el “efectivo”, que por cierto no era poco. Pilatunas de los genios. Ya lo era en ese entonces.

No me equivoco al afirmarles que no existe otro cantante en el planeta de quien nos sepamos tantas canciones: “Somos novios”, “Adoro”, “Esta tarde vi llover”, “No”, “Mía”, “No se tú”, “Por debajo de la mesa”, “Contigo aprendí”, “Hoy”, “Esperaré”, “Te extraño” y muchísimas más. Su voz no era quizás la más exquisita, incluso ronca y pastosa, pero nos hacía soñar y volar cuando la escuchábamos.

Se nos fue Manzanero, pero nos dejó tatuados para siempre. ¿Quién, de joven, no dedicó sus canciones para cortejar a una chica?, ¿y aún adulto o de viejo no se conmueve hasta el éxtasis con sus letras únicas y especiales?. El “poeta del amor”, eso era Armando. Sus letras sencillas describían de manera exultante cada detalle del sentimiento que albergaba cualquier enamorado. Debemos reconocerle que nos hizo más fácil amar y que no habrá palabras suficientes para agradecerle a este pequeño monstruo lo que nos regaló a por los menos tres o cuatro generaciones. Por eso no puedo decirle “adiós” sino “hasta siempre”. Quizás en el más allá repetiré con mi amiga Hilda Jaramillo (q.e.p.d) —la gestora de aquella presentación en Pereira— : “voy a apagar la luz para pensar en ti”.

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