Por GABRIEL ÁNGEL ARDILA
Cuando cavilamos sobre la sentencia condenatoria a Álvaro Gómez Hurtado por pedir que tumbásemos el régimen, no sólo pensamos: Recordamos planteamientos oídos en largos años de tránsito por mismos senderos de su quincenario Síntesis Económica o El Siglo, trajinando con noticias y editoriales yendo y saliendo de su bello paraíso campestre en Villa de Leyva y que fueron muchas veces escritos para él o por él, para desmadejar el enredo de un Estado legalista. Sitiados por la incuria y la perversidad.
Parte del régimen es el legalismo consustancial a cualquier expresión de corruptela, de las muchas padecidas. La capacidad de ventosas de operadores judiciales y toda suerte de voluntariosos tinterillos con o sin grado, que se aprovechan de su condición de informados o por la ignorancia generalizada, sobre temas legales.
Súper agentes del cartel de la toga o simples litigantes de baranda, que anteponen códigos, leyes, normas y paradigmas por cualquier coima. Y saquean de esa mina, sin pausas y aún sin causas. Solo que su negocio es esa parte podrida de la fruta que no vemos y usamos para emplastos, mascarillas o infusiones en todo: desde el derecho a nacer, hasta la indignidad de morirse pagando por todo.
Pero mienten ciertos historiadores al vocear chismes de desconocida procedencia sobre acciones sigilosas o secretas: Todo fue divulgado y ventilado sin uso siquiera de algún eufemismo. «Hemos llegado a una situación escandalosamente paradójica en la que nuestro sistema de justicia parece estarse pasando al bando de los criminales», y todo prueba que aún va más al fondo y no cesa en ese empeño. La dictadura de los leguleyos invade la salud (nuestras pensiones), la empresa, los negocios y la vida extensa de todos. Hicieron su negocio particular, con los intereses de todos.
La opinión y la postura frontales, desencadenan en los hechos nunca bien lamentados del magnicidio que no tiene verdaderos responsables, ni sanciones correspondientes.
Y el país sigue siendo más sometido y más esclavizado a los permisos o sentencias ultra o extrajudiciales y todo entre esa tutela sacralizadora de la perversidad en abusos de la ley, el inciso o la norma más acomodable al interés del negociante de turno. Es lo que se debería tumbar, para empezar a sanear este moridero.