UNA DEBIDA ACLARACIÓN:
Por GERMÁN A. OSSA E.
La semana anterior cometí un error inmenso al hablar de una bella película colombiana de cortometraje, que por alguna razón no había visto y que gracias a mi amistad con su realizador, el abogado Giovany Insuasty, director del Festival Internacional de Cine de Pasto y veterano cineclubista y amante furibundo del cine y de los eventos que con el arte del Siglo XX se llevan a cabo en nuestro país; pude tener acceso para verlo más de una vez, pues, al publicarlo utilicé como soporte y medio de enriquecimiento para su información, una muy bella nota de la comunicadora Carol Ramírez de Radiónica, encontrada en el portal Google, pues no recurrí a las comillas ni a citar su fuente como es debido, por lo cual ofrezco mis más infinitas excusas.
Se trata de “Alma”, un cortometraje que he tenido la fortuna ya ahora, de ver más de una vez y que he admirado profundamente, tanto por lo que plantea (producto de una idea que surge de ese hecho aterrador ocurrido en marzo del 2008, cuando Pedro Pablo Montoya, alias “Rojas”, se presentó a la sede de la VIII Brigada del Ejército con la mano cercenada del jefe guerrillero “Iván Ríos”, y que fuera noticia multiplicada por muchos medios en nuestro país en ese entonces) y que el talentoso y joven realizador y cineasta Giovanny Insuasty, usara como pretexto para construir su muy particular historia.
En escasos quince minutos, este realizador que se ha dejado acompañar de un muy organizado y capacitado equipo de producción, ha armado una historia impresionantemente sólida, esa que cuando uno como espectador tiene ya proyectada en sus perfectas condiciones, lo envuelve hasta el contagio de un sinfín de sentimientos y emociones encontrados a lo largo de su desarrollo.
Desde cuando aparece esa vegetación en un plano general en la pantalla, con el canto triste de un pájaro que habita el entorno selvático, propio del ambiente donde la violencia se campea, el espectador respira un extraño terror que se le pegará a su piel hasta el final, así en algunos momentos aparezca el amor, una luz, una oración o la esperanza.
La realidad, la historia, un acontecimiento verídico, el campo, los guerreros o combatientes, una pequeña mochila que esconde la mano de un verdugo que puede ser la fuente de una fortuna que no se sabe si va a llegar a buenas manos o no, el viento tétrico que se siente en la sala y sale de la pantalla, unas velas que derraman a borbotones parafina por los bordes de una mesa de madera y esa imagen religiosa enmarcada en una madera rústica que hay colgada en una pared de bahareque (perfecta puesta en escena de un refinado director de arte), dan una estructura pulcra a ese texto imaginado por su realizador, que tuvo en mente mostrar a sus espectadores y/o lectores de su película, el horror que se desencadena por culpa de las injusticias que abundan en nuestras sociedades del tercer mundo, donde el campo puede no ser fuente de riqueza ni de vida, sino de muerte, desolación, tristeza, abandono y obvio, terror.
Un bicho inmóvil con sus diminutas patas hacia arriba sobre una hoja que la brisa mece en un primer plano también va desapareciendo cuando la cámara se retira de su foco para darle paso a ese plano general en el que una muy bella composición plantea cómo la abuela se niega a creer que unos pistoleros llegan a su vieja, raída y desolada casa de habitación, en busca de su nieto que huye de la muerte, esa que ella sabe, ya hace rato le había visitado.
La música (Luis Olmedo Tutalcha) aparentemente imperceptible, tiene la tarea de entrar por los poros del espectador, pues a veces reemplaza al sonido de las gotas de lluvia que caen inmisericordemente al suelo, dándole existencia física al frío.
La voz en susurro que evoca los diálogos iniciales de los dos protagonistas, nieto que había logrado obtener un “trofeo” y abuela con su inmenso dolor entre las ropas cargadas de lana, pero que no reclama sino ternura, se escuchan como si fueran mensajes de ultratumba, pero cercanos, haciendo que todo parezca verosímil, que es lo que se busca con esa bella, delicada y riesgosa “puesta en escena”.
Razón tiene este corto de haber sido presentado y destacado en más de veinte festivales y eventos de cine no solo de nuestro país sino del mundo entero.
Mis felicitaciones a Leomar Arévalo por su manejo de la cámara tomavistas, a Juan Argotty por su Dirección de arte, a Arvey Enríquez por su sutil manejo del sonido, a Diana Oliva por el diseño del vestuario, a Manuela Paredes por su delicado trabajo de la colorización y mis respetos para con los actores John Unigarro, Heraldo Romero, la señora Victoria López y Nicolás Santacruz.
Y vuelvo y digo, el corto, o mejor, la película, es impresionantemente coherente, aunque se entromete en el mundo de la fantasía, de lo fanático, la especulación sobre la creencia de nuestros antepasados para advertirlo todo, aliviar todo tipo de enfermedades y males y el asombro del poder que ejercen los velones encendidos al lado de las imágenes religiosas en lugares un tanto inhóspitos (su sitio ideal), y la fuerza de la maldad (representada por la violencia y la muerte, aunque de una manera muy sutil e inteligente, donde paradójicamente no se escucha ni un solo disparo), y hasta el miedo mismo, llevando al espectador a encontrarse una vez más con nuestra realidad, esa que ni el calificativo de realismo mágico que se inventaron para suavizar nuestro fatal “modus vivendi”, es capaz de tranquilizarnos.
Es una demostración de que, si se quiere hacer un cine honesto, hay con qué, no hay necesidad de pretender imitar a Hollywood y de recurrir a efectos especiales de otras galaxias para hacerse respetar en el mundo del cine, solo basta querer poner un pedazo del alma en la obra de arte que el creador quiera hacer, para que se logren trabajos meritorios.
Así de sencillo.