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ActualidadPagos y desastres de un lector

Pagos y desastres de un lector

por GABRIEL ÁNGEL ARDILA

Lo conté: Por culpa de andar leyendo libros que me encomendaban para su venta, quemé ese cartucho de «vendedor». Jamás rendí en eso, no obstante terquedades desde niño como salir a vender hojas impresas en un mimeógrafo, tras haber conseguido para esa resma de papel y algo de tinta vendiendo mogollas y bocadillos veleños, o un poco después, bolsitas de leche azucarada (polvo) que administraba mi mecenas Don Rafa, el cuñado del jurista Antonio Vicente Arenas Serrano autor de los libros que me sentaba a leer en los andenes: «Comentarios al Código Penal» y ejercicios analíticos del Código de Procedimiento Penal o «Contravenciones». Cuando pedían cuentas de eso, preguntando ¿cuánto?, yo respondía: «25 páginas de éste y tres de aquél…» (Esperaban, claro, reporte de ¡cuánto vendió!)

De ellos aprendí mucho; arrimé a esta pasión: deslumbrado por la agilidad del penalista que digitaba a gran velocidad y con todos los dedos como el mejor escribiente de juzgado, enfilé en la nocturna toda esa didáctica de la mecanografía y firmé punzando con plumilla sobre esténciles mis primeros artículos mucho antes de ser bachiller o de conocer rotativas y redes sociales.

Inicié los vuelos de lector con algún otro libro brindado ahí o con los desafíos desde Selecciones que prestaba Don Rafa y profundizaba en los ojos de cielo de su mujer, Doña Luisita, la hermana bonita del jurista profesor de la Universidad Nacional de Colombia, o de su otra hermana de flaca y finas maneras, Trinita a quienes mi madre aplanchaba ropas y sacudía rincones, antes de empezar a pagar una pena voluntaria para librar a su hijo mayor de un Consejo de Guerra por la babosada de perder el fusil de dotación en la Fuerza Aérea. Por años la acompañé a cumplir con el brillado de losas de granito en los extensos pasillos de Casas Fiscales, atrincheradas en las caballerizas del Cantón Norte a donde nos fuimos a vivir y a leer otras realidades, mientras craneaba la nota editorial para mi periódico escolar «Cerros Estudios Nocturnos –CEN» que me tecleaba Estelita, secre del gordo Iragorry, en tiempos de la presidencia de Jorge Valencia Jaramillo en la Sociedad Colombiana de Economistas. Ahí leía más: periódicos, revistas y muchas cejillas de la correspondencia que me encomendaban para repartir de día por la ciudad, e ir a las clases de taquigrafía, español, ciencias y mecanografía en todas esas noches.

Y eso no eran penas; era la carga celestial de un bendecido por mamá y por Dios para aprender entre afanes todo lo que fue preciso para seguir leyendo y empezar esto de escribir: ¡nunca terminas de aprender!

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