Por JORGE H. BOTERO
Es prudente atender las señales de alarma. La Policía es una institución que requiere especial cuidado
La autoridad policial suprema radica en el Presidente de la Republica, aunque los alcaldes, en sus respectivos ámbitos, gozan de autoridad en el manejo del orden público; por este motivo la Policía debe cumplir las instrucciones que impartan, siempre y cuando sean ellas compatibles con las que emita el Presidente, directamente o a través de sus agentes. A la Alcaldesa de Bogotá le ha tocado aprenderlo luego de innecesarios conflictos.
Desde mediados del pasado siglo, nuestra policía es nacional, está aislada, de influencias partidistas y su grado de formación, que es bueno, puede mejorar. Mucho quisiera México, por ejemplo, tener uno solo cuerpo policial con autoridad en todo su vasto territorio; o Chile que sus carabineros tuvieran un grado semejante de preparación a la de nuestros policías. Todo lo bueno que tenemos debe ser preservado. Sin embargo, torpe sería no atender señales de alarma y abstenerse de adoptar las reformas que sean convenientes.
Y es que el malestar ciudadano sobre el clima de seguridad es muy preocupante. Según la última encuesta de Invamer-Gallup, el 42% de los ciudadanos consideran que la inseguridad es su principal problema, mientras que la crisis económica -la peor que jamás hayamos tenido- apenas pesa el 3%. Aunque la gente percibe que la inseguridad no depende, en una porción importante, de la actuación de los cuerpos armados, no tenemos a mano información pública actualizada sobre la confianza que en ellos suscita la Policía.
La última información disponible en el portal de la Institución es anterior al inicio del actual gobierno. Es una falla lamentable. La permanente y prolija medición de la satisfacción de los consumidores es crucial para quien vende detergentes, alimentos… o confianza sobre las condiciones de la vida social. Esta falla tiene que ser corregida. Sé que la Policía recoge la información pertinente. El paso siguiente es divulgarla con regularidad. Hacerlo permitiría un mejor control público de quienes gozan de la potestad de usar la violencia en representación del Estado.
Como las acciones del Esmad ocurren en contextos violentos y altamente ideologizados, es precaria la objetividad de muchas críticas; no obstante, son aquellas el factor que en mayor medida incide en el deterioro reputacional de la entidad. Así suene paradójico, este no debería ser un asunto complejo de resolver, así solo fuera porque sus integrantes son apenas el 2.5% de la Policía. Entre los lamentables episodios recientes hay algunos que evidentemente fueron ocasionados por fallas humanas, mientras que otros parecen derivar deficiencias reglamentarias. Los primeros se resuelven mediante sanciones a los responsables y procesos de reentrenamiento; los segundos requieren ajustes en los protocolos de actuación.
El asesinato de un ciudadano al que dos patrulleros redujeron a la impotencia con descargas eléctricas, para luego molerlo a golpes, no es una falla de la Policía sino de integrantes suyos que están identificados; nada distinto se requiere a que la justicia penal actúe. A esta misma categoría pertenece, en principio, la muerte de unos detenidos en un CAI como consecuencia de un incendio, provocado o no por las víctimas: podría haber existido culpa del personal a cargo de esas instalaciones que no fue capaz de controlar el fuego o de rescatar a los prisioneros. Pero quizás no una falencia normativa.
Por el contrario, el elevado número de muertos y heridos a bala en los disturbios ocurridos en Bogotá en septiembre del año pasado sugiere que se produjo una falla generalizada en la disciplina policial. En qué aspectos concretos es algo que ignoramos. No se sabe cuáles fueron las conclusiones del estudio que debió realizarse; tampoco las medidas que tendrían que haberse adoptado, más allá de imponer unas sanciones. Este secretismo causa un daño enorme; permite a la gente asumir que se carece de la voluntad de corregir errores. En esta misma clase de falla institucional -no personal- podría incluirse la muerte de un estudiante impactado por el uso de un arma de fuego cuando participaba en una movilización popular. Es difícil creer que el policía autor del disparo lo hizo con la intención de causar ese resultado fatal; quizás tampoco quepa reprocharle haber actuado de manera negligente.
La verdad es que las armas menos letales, como las usadas en esa ocasión,han sido proscritas en muchos países democráticos para dispersar a quienes se refugian en las protestas sociales, que son legítimas, para cometer actos de violencia. Para controlar disturbios se confía en la eficacia de instrumentos que alteran la sensibilidad o movilidad de los revoltosos: gases lacrimógenos, agua a presión, artefactos que producen aturdimiento, barricadas, etc. El gobierno tiene la capacidad de dar este paso. Debería darlo.
Dos cosas más encuentro recomendables en este contexto: (i) Fortalecer la capacidad de filmar los disturbios contando con el acompañamiento en tiempo real de la Fiscalía: hacerlo permitiría procesar en flagrancia a los vándalos, un poderoso mecanismo de disuasión; (ii) aumentar el número de integrantes del ESMAD; la demanda por su servicios ha aumentado mucho; satisfacerla cuesta poco y es rentable en términos de respaldo popular.
Planteo otras dos propuestas de alcance general. La primera, hace algunos años se adoptó un “Marco de Convivencia y Seguridad Ciudadana” que, aunque contiene encomiables propósitos, de poco sirve por carecer de la identificación de responsables, cronogramas y mecanismos de evaluación. Para evitar que sea un mero saludo a la bandera, se impone corregir estas deficiencias. Y la segunda, dispone la Carta que la “Policía Nacional es un cuerpo armado permanente de naturaleza civil”. Para que de veras lo sea, no debería depender del Ministerio de Defensa sino de autoridades estrictamente civiles, como sucede en buena parte del mundo. Para dar este paso habría que militarizar aquellas unidades que, de ordinario, en operaciones conjuntas con las Fuerzas Armadas, combaten narcos y guerrilleros.
Briznas poeticas. La sabiduría epigramática de Nicolás Gómez Dávila: “Una existencia feliz es tan ejemplar como una existencia virtuosa. Y quizás más valiosa, porque si una puede guiarnos, la otra nos consuela”.