Charles Spurgeon solía afirmar que sólo los tontos creen que política y religión no se discuten: Es por eso que ladrones siguen en el poder y falsos profetas predicando. Y William Booth, tenía muy claro que el mayor peligro es un cristianismo sin Cristo, un perdón sin arrepentimiento, una salvación sin regeneración, y una política sin Dios.
Abundan las voces que exigen que las creencias religiosas queden relegadas al ámbito de la conciencia personal, a la esfera de lo privado. Algunos políticos exigen un Estado laico donde nadie imponga sus ideas.
Los relativistas y los escépticos consideran que aceptar cualquier creencia es algo servil, una torpe esclavitud que coarta la libertad de pensamiento e impide una forma de pensar elevada e independiente.
Ignacio Sánchez Cámara observaba que, el olvido de la religiosidad y de las epifanías del espíritu es una de las causas fundamentales de la degradación de la cultura contemporánea. El cristianismo, y la religiosidad en general, constituyen un poderoso instrumento para mejorar el mundo, siempre que se supere la tentación del fanatismo. Siempre que no se olvide que la moral cristiana es, ante todo, una invitación a la reforma personal.
El deber y el derecho de los cristianos a estar presentes en la vida pública, se sustenta en el reconocimiento del valor cristiano de las realidades terrenas. No se reduce la vida pública a la vida política, sino que es mucho más amplia. Existen ámbitos relevantes que deben de ser respetados y protegidos por el Estado: el entorno familiar, la cultura, las relaciones económicas y laborales, los derechos humanos universales.
Las nuevas situaciones reclaman hoy la presencia de los fieles laicos en todos los campos. A nadie le es lícito permanecer ocioso. Muchos católicos han dejado el campo de la política. No se trata de que todos seamos especialistas en política, pero sí se debe de conocer un mínimo sobre el bien común y de la administración pública y del gobierno civil, porque sin esta comprensión no puede haber crítica constructiva ni opciones inteligentes.
El Papa Benedicto XVI exhortaba con mucha claridad que indudablemente el fin de la política es crear un justo ordenamiento de la sociedad, en el que a cada uno le es reconocido lo suyo y ninguno sufre miseria. En este sentido, la justicia es el verdadero objetivo de la política, así como lo es la paz que no puede existir sin justicia. Por su naturaleza la Iglesia no hace política en primera persona, sino que respeta la autoría del Estado y de su ordenamiento.
Invitaba a descubrir que la razón es cegada por los intereses y por la voluntad de poder. La fe sirve para purificar la razón, para que pueda ver y decidir correctamente. Es tarea de la Iglesia el curar la razón y de reforzar la voluntad del bien. En este sentido, sin hacer ella misma política, la Iglesia participa apasionadamente de la batalla por la justicia. A los cristianos comprometidos en las profesiones públicas espera en la acción política el abrir siempre nuevos caminos para la justicia.
Para concluir citamos una frase de Joseph Joubert: «Como la dicha de un pueblo depende de ser bien gobernado, la elección de sus gobernantes pide una reflexión profunda».
Padre Pacho
Así planteado,se necesita más compromiso en la conducción del electorado por parte de la iglesia,en un mundo de tanta indecisión,se reclaman liderazgos creíbles,hay que pasar de lo conceptual a la acción.Tenemos ausencia de todo eso….