Por JOSÉ FERNANDO RUIZ PIEDRAHÍTA
Cuando uno pregunta ¿cómo has estado? La gente responde escuetamente “Bien, gracias” y contra preguntan “¿Y usted?” y ya con eso estamos enterados que por lo menos nada malo nos ha pasado. Cuando le responden “Ahí… más o menos” uno puede deducir que tal vez tenga problemas de salud, económicos o sentimentales. Y cuando la respuesta es: “Mal… muy mal” entonces uno frunce el ceño y puede imaginar que las cosas definitivamente están perdidas. La verdad, los seres vivos de este planeta vivimos en constante riesgo. Vivimos peligrosamente y no nos damos cuenta de la infinidad de veces que en el transcurso de nuestras vidas hemos estado a un pelo de lesionarnos gravemente o de morir irremediablemente.
Almorzaba en el restaurante de la universidad con una buena parte de mis compañeros de especialización y estaba sentado en la mitad de la larga mesa que habíamos separado para compartir el momento. Así que hube de atender dos frentes de diálogo con mis compañeros. Los del lado derecho y los del izquierdo. Los del lado izquierdo hablaban de la moda, de los zapatos que salen en los catálogos que envían las redes sociales, los del lado derecho hablaban de la familia. En el grupo sólo hay dos hombres, el resto son mujeres. Mi compañero estaba rodeado por las compañeras que hablaban de zapatos y ropa, tema que a él le interesa pues trabaja en una empresa de confecciones. Yo, en la mitad de los dos grupos escuchaba a las chicas del lado derecho hablar de la muerte. Decía una de ellas que su amiga había ido a cuidar a su pobre madre que estaba muy enferma en la unidad de cuidados intensivos y que después de darle agua, ésta se quedó dormida y ella se levantó y fue a mirar el paisaje nocturno que podía ver por la ventana de la habitación. No pasó allí más de un minuto hasta darse cuenta que la máquina de respiración había dejado de hacer el ruido característico (Darth Vader) y se dio la vuelta para ver que su mamá no se había quedado dormida. Había muerto después de ingerir el último trago de agua. La amiga de mi amiga se echaba culpas a sí misma por no haber sido capaz de despedir a su madre. Yo la tuve peor, pues mi madre murió y yo no estaba a su lado, la cuidaba una persona muy buena que se había ofrecido a pasar la noche con ella en el hospital y al día siguiente cuando ya salía a relevarla para quedarme cuidándola, me llamó al teléfono a decirme que acababa de morir.
Así es la vida.
Una mañana iba en el bus número cuatro de colegio Salesiano San Juan Bosco de Dosquebradas, distraído viendo pasar el paisaje. De esas cosas inconscientes que los niños hacen, saqué la cabeza por la ventanilla para sentir la brisa fresca de la mañana, aprovechando que iba de último en la banca trasera del bus y que aún faltaban muchos niños para recoger y llenar por completo el vehículo escolar. Aspiraba con deleite el frío aire de la mañana y cerré los ojos para dejar que mis pulmones se llenaran, los oídos me zumbaron y sentí que alguien me halaba con cierta energía de la manga de mi camisa y me obligaba a entrar abruptamente en mi asiento. En primer lugar, seguía viajando solo en la banca trasera, en segundo lugar el gancho de acero de una grúa pasó rozando a milímetros el hueco de la ventana donde había tenido la cabeza hacía menos de dos milésimas de segundo (Milagro… Milagro…!). El bus seguía su marcha incólume e indiferente. El profesor que se supone nos cuidaba seguía leyendo el periódico, el conductor conducía y los poquitos niños que iban conmigo, algunos dormitaban y otros iban entretenidos en juegos de manos (Que son de marranos, decían los mayores) y yo…con el corazón a dos mil por hora “estuve… a un pelo de morirme”. Pronto el bus empezó a llenarse de niños y al rato ya estábamos en el colegio.
Por un pelo…
Quintero por ejemplo siempre estuvo a un pelo de morirse. Era el más alto, el más avezado, el más temerario. Era el que mejor cantaba, el que mejor leía, el que sabía de amores, pues nos decía que había besado a unas veinte chicas en los cines de Pereira. Eso sí es vivir peligrosamente. Caminaba yo ensimismado en profundos pensamientos filosóficos como por ejemplo que se me estaba acabando el paquete de papitas, la Kol Cana y el poco dinero que me quedaba en el bolsillo, cuando mis pasos erráticos me llevaron al campo de los juegos infantiles donde había un carrusel que funcionaba con tracción muscular, tres columpios de los que ya habíamos probado todas sus posibles formas de rompernos las piernas, un deslizador de lata donde el mayor peligro residía en las irregularidades que tenía en la superficie lisa para bajar sentado, podía uno dejar parte del nalgatorio engarzado en algunas salientes herrumbrosas y un balancín al que le decíamos mataculín, donde si uno se descuidaba se podía matar el “culín” o aplastarse la fábrica de futuros hijos. Pues bien, vi a Quintero subido en lo más alto del deslizador o tobogán haciendo piruetas para lanzarse al vacío y caer sentado más o menos a la mitad del recorrido que normalmente los niños prudentes bajamos desde arriba. No sé porque alcancé a pensar: “Juepucha… No va a alcanz…” Su cuerpo se elevó en el aire y nunca tocó el deslizador. Dio de bruces contra el duro y áspero suelo. Vi con la súper visión full HD a 4 K (visión 20 – 20 de niño) que antepuso sus brazos para defender seguramente la cara bonita y oí con el súper sonido THX Sensoround (audición con un umbral de niño) como sus dos brazos se rompían a una velocidad de 50 kilómetros por hora. Por un pelo…no se rompió la crisma. Estuvo casi dos meses por fuera del colegio y cuando regresó había perdido el interés por la vida. Ya no cantaba, ya no leía y al parecer, ya no besaba chicas en los teatros de la ciudad (qué gran pérdida)
Por un pelo…
No imaginamos las innumerables veces que la muerte nos ha intentado morder el trasero y nos hemos salvado por un pelo. Cuántas veces hemos caminado descalzos por la casa que conocemos tan bien y hemos esquivado la tachuela oxidada que alguien dejó caer en algún momento del día. Seguramente hemos enchufado a la toma corriente aparatos eléctricos con las manos mojadas y no hemos sido conscientes de ello. Tal vez hemos viajado en buses a punto de perder los frenos. En aviones con alguna falla…o hemos subido a una atracción de parque con algún tornillo flojo (Ojos que no ven…). Cuántas veces no habremos sido objeto de unos ojos codiciosos y malvados. Seguramente contamos con un muy buen ángel de la guarda que nos ha salvado de caer… o morir por un pelo.
Una mañana de domingo recuerdo bien que llamé a mi “noviecita” para preguntarle si íbamos a ir al cine Capri a ver una película. Me respondió que la mamá había decidido ir a ver el derrumbe que había caído en San Judas y se había llevado unas casas donde al parecer vivía una amiga de ella. Que no podía acompañarme pues iban a ir todos en familia. Así que me fui solo al cine esa tarde de domingo. En aquellos años el cine era doble, así que salí bien entrada la noche del teatro y me pasé por la casa de mi “noviecita” a visitarla como buen “noviecito” que era. Con sorpresa, vi mucha gente reunida en la entrada de la casa. No vi a mi noviecita entre el tumulto, pero oí lo que había pasado. La señora efectivamente estuvo en el lugar de la tragedia, ella y otras personas subieron al barranco a mirar hacia las profundidades del río a ver cómo había quedado la zona hundida, y el terreno que ya estaba inestable se desprendió llevándose consigo a quienes imprudentemente estaban sobre él. Mi noviecita finalmente nunca fue con su madre. Reinaba la desolación.
Por un pelo…
Cuando nos despedimos de los seres amados les decimos con cierta ligereza “cuídese” y uno no se cuida, uno vive peligrosamente. Por fortuna no somos conscientes del peligro en el que vivimos a diario. En el baño, en la cama o en la sala. Como dicen los viejos: es que para morirse basta con estar vivos. Cuídese, cuide a los que ama y seamos más conscientes de lo que hacemos. La vida da giros inesperados en la carrera por el tiempo, hay decisiones que cambian el rumbo, tuercen las cosas y no siempre para bien. La parca nos acaricia con sus dedos fríos y ríe cuando lo hace.
Terminé mi primer semestre en la universidad y nos despedimos de los compañeros con la esperanza de volvernos a ver en febrero. Ellos se alejaron por el pasillo largo del edificio y los vi alejarse. Ya nos veríamos otra vez con Giraldo para seguir bromeando con sus chistes. Compré el pasaje para regresar a Pereira y sin consultar a mis padres pues quería darles la sorpresa. Me subí al avión que salía a las tres de la tarde y muy rápido llegamos a la altura de la ciudad de Cartago, cuando uno sabe que el avión empieza a bajar para tomar la pista en el aeropuerto internacional Matecaña. Uno más o menos conoce los ruidos que hace el aparato como por ejemplo cuando el tren de aterrizaje sale. Iba sentado en la silla que da al pasillo con un señor mayor que estaba en la ventana. De pronto vimos pasar la torre de control y después vimos a Santa Rosa de Cabal. Volvimos a ver la misma torre, del mismo modo y en sentido contario (Alguien dijo eso… creo que tuve un Deja Vuh). Muchos pasajeros empezaron a mirarse con cara de angustia. Oímos la voz del capitán diciéndonos que el avión debía regresar a Bogotá porque tenía “un problema técnico”. Llegando a la sabana de Bogotá el capitán declaró la emergencia aérea y nos informó el problema: “El tren delantero no sale, así que aterrizaremos de emergencia”. El caos dentro del avión fue aterrador, las mujeres gritaban y rezaban, los niños lloraban, los hombres trataban de calmar a las mujeres y algunos renegaban contra Dios. El avión dio cinco vueltas en círculo sobre la capital y abajo podíamos ver los carros de bomberos. El avión se sacudía aumentando así el pánico de la hora llegada. Nos indicaron que nos dobláramos sobre nuestras piernas y pusiéramos los brazos debajo de éstas. Las azafatas estaban pálidas y temblorosas lo que ya en sí era muy mala señal. Una de ellas tenía los ojos anegados de lágrimas y escasamente obedecía las instrucciones de su jefa (Oh Por Dios). Hice una evaluación de vida y me di cuenta de cuan joven iba a morir. No tenía sobre mi alma grandes faltas, así que puse en manos de Dios lo que ocurriera y dije: “Señor… espero poder estar hoy contigo…perdóname las veces que te ofendí y ofendí a mis semejantes…amen” El ruido de la aeronave era monstruoso. La voz de la jefe de tripulación nunca he podido sacármela de la cabeza “Agachados… agachados… agachados…” repetía en medio de la barahúnda de gritos y llantos. Íbamos a morir, no había otra opción “Por lo menos espero no quedar tan irreconocible” alcancé a pensar cuando el avión cayó sobre la pista. De inmediato nos inundó el humo y el olor del caucho quemado. El avión se detuvo. Nos bajaron por lo toboganes de evacuación y pronto estuvimos rodeados de bomberos y personal de rescate. Nos llevaron en un bus al terminal donde la aerolínea sirvió abundante “alcohol”. Pasado el susto, la empresa aérea anunció que ya tenía otra nave lista para regresar a Pereira. Del total de pasajeros, sólo cinco aceptamos subir a otro avión. El resto o se quedó o se fueron en bus. Yo no estaba dispuesto a pasar nueve horas en un bus. Llegué a la casa por la noche causando gran estupor y sorpresa cuando me abrieron la puerta. Me contaron que por la tarde un avión había sobre volado la ciudad y que en la radio habían dicho que era un avión en emergencia.
—Uyyy niño, gracias a Dios que usted no venía en ese — dijo mi madre. Pero yo contesté
—Siiii… ahí venía yo.
En la casa se pusieron a llorar y mi padre se enojó conmigo por irresponsable. Entonces le dije con todo respeto:
–Si uno supiera el día que se va a morir… no se levantaba de la cama.
Por un pelo…
El destino, la vida, las coincidencias, la voluntad de Dios, llámenlo como quieran, pero la muerte anda por ahí acechando. Así que “cuídese mucho” sea prudente y responsable con su vida y la de quien le rodea. Poner a la familia en vueltas a causa de una muerte violenta es de pésimo gusto.
Mi amiga Nelly es una señora cuidadosa, responsable, querida, buena gente, extremadamente amable. Estaba sacando el vehículo con sumo cuidado en reversa para volver a la avenida y seguir su camino, pero dos jóvenes resolvieron que era un buen día para probar la súper motocicleta y salieron a comerse el mundo por las carreteras periféricas de la ciudad. Volaban a 130 kilómetros por hora y vieron con suficiente claridad que en la distancia un carro salía lentamente para seguir su marcha. El motociclista frenó, pero era demasiado tarde a esa velocidad. La súper moto, la que según el anunciante de la marca se construyó para devorar el asfalto, se estrelló contra la parte trasera del vehículo de mi amiga. Los dos niños salieron volando por encima del carro y la ultra máquina quedó sirviendo para chatarra.
—Cuídense mijitos… diría la madre de estos dos niños irresponsables y extremadamente tontos.
Ella dice que puede dormir en las noches porque a los chicos no les pasó nada grave, pero estuvieron a punto… por un pelo.
Así que hoy antes de dormir, piense en su familia, en sus amigos, en las cosas positivas que hizo y dijo. En cualquier momento nos vamos. Y siendo así, es mejor dejar un buen recuerdo y partir felices. De todas maneras, no está de más el consejo: Cuídese. La muerte acecha.
JOSE FERNANDO RUIZ PIEDRAHÍTA
Comunicador social y periodista. Promotor de lectura y producción literaria de la biblioteca pública Ramón Correa Mejía. Jofer62@hotmail.com
Respetado Columnista : un gusto leer cada párrafo de su narrativa que muestra originalidad, humanidad y agudeza para acercarnos a situaciones cotidianas. «Por un pelo», preciso título.
La muerte es un tema central en el ser humano.
La finitud de la existencia la que nos mueve a preguntar, a encontrar el sentido de la vida.
Muy buen escrito, estamos al borde del abismo todo el tiempo y no nos damos cuenta.
Buena reflexión. Para morir, sólo necesitamos estar vivos.