Miscelánea
Es increíble cómo hay palabras, frases, anécdotas, hechos, acciones, visiones, paisajes, canciones, sabores y hasta olores, que se quedan sembrados en algún lugar de la memoria y retornan de tanto en tanto, repentinamente, por alguna asociación consciente o inconsciente, por algún capricho del cerebro, quizás por aquello de que los seres humanos somos selectivos en los recuerdos y volvemos a los momentos dulces, simpáticos o agradables, como se frecuenta los lugares o las personas que nos han hecho sentir bien, quizás como una forma de repetir lo que nos ha dado felicidad o satisfacción. Con las situaciones amargas, sucede algo similar, pero a la inversa, no por placer sino por el peso del trauma que se resiste a desaparecer, tal vez para aleccionarnos y protegernos frente a las cosas que no deberían volver a suceder.
Un día de 2005, quizás, una antigua jefe, cuando nos cruzamos en las escalas del acceso a la oficina, me dijo que yo era un ser circunspecto; en ese momento no tenía idea de lo que eso significaba, lo que me obligó a consultar el diccionario. Por estos días, leyendo un libro, la palabreja volvió a aparecer y por lo tanto se reeditó el gusto de saber el concepto que mi exjefe tenía de mí.
En otra ocasión, en el paradero de buses, fuera de la universidad, una compañera me dijo que le gustaban mis piernas y mi trasero, yo tenía 23 años y nadie jamás me había hecho un cumplido así, hoy, de esos atributos físicos queda muy poco y, por eso, como la vida es una feria de vanidades que desaparecen con el tiempo, prefiero sacar pecho con el recuerdo de cuando me dijeron que era circunspecto.
Cierta vez, en un espacio periodístico local, la conductora del programa y un exgerente de EPM platicaban sobre las formas odiosas que tienen algunas personas de ejercer el mando; decía el entrevistado que le irritaban los arrogantes y los agrandados que van por el mundo fastidiando y atarbaneando a señoras del servicio, a auxiliares y a mensajeros; de esa conversación se me quedó grabado cuando el personaje invitaba a aquellos sujetos, a los que los embriaga el poder, a que en vez de fregar a la gente humilde, en vez de gritar hacia abajo, gritaran hacia arriba, decía algo así como que responderle y llevarle la contraria a los dueños y a los jefes era mucho más meritorio.
Finalmente, en un mes de diciembre, mi mamá me prestó su bicicleta, era una Monark, de esas que hoy son de colección y valen oro; yo fui en ella a reclamar unos repuestos y la dejé orillada en el andén entrando al almacén de don Chucho; al salir la Monareta ya no estaba, se la habían robado; yo corrí como loco desesperado calle arriba y calle abajo; recuerdo que en el fondo de mi escena dramática sonaba una canción, “el lamento de tu voz” de Rodolfo Aicardi; ya en casa, mi mamá me dijo que me iba a dar una pela, cuando, en ese momento intervino mi padrastro diciendo: mujer, así reviente al muchacho, la bicicleta no va a aparecer; de esta anécdota me quedaron dos traumas, por un lado el de la bici y, por el otro, que mi padrastro, mi salvador, se fue un día para España y jamás volvió. De eso ya hace más de 30 años, mi mamá sigue sola, enviudó por segunda vez, sin que el marido hubiera muerto, y yo tengo 3 bicicletas.
Hasta la próxima.
Llora mi alma de nostalgia.