Por celebrarse hoy el Día del Padre y como un homenaje, por demás merecido a quienes nos concibieron con amor, y con sus genes y ejemplo determinaron lo que sería nuestra personalidad, inculcándonos sus valores y principios, hemos cedido este espacio editorial a nuestro columnista, escritor costumbrista y foto periodista Álvaro Camacho Andrade.
Mi papá en la isla de los Huevos Fritos
Mi padre Álvaro Camacho no fue el estereotipo de los padres de la década del 60 que se catalogaban como serios, severos, poco afectivos o con apariencia adusta, todo lo contrario, de buen sentido del humor, dicharachero, juguetón, payaso, mago, habilidoso físicamente, cacharrero, cariñoso, muy familiar y buen amigo. De él aprendí las cosas más importantes que debe saber uno en la vida, como jugar trompo, chiflar, hacer zancos con dos tarros de aceite de carro y cabuya, elevar cometa, contar chistes, desaparecer monedas o rodarlas sobre los dedos, fabricar carros y patinetas de balineras, jugar al aro, a las bolas, ping pong en la mesa del comedor, a las cartas y como barajar, nos enseñaba también cómo los tahúres hacen trampas con los naipes y con los dados para no dejarnos engañar, a respetar a las mujeres, a querer a los amigos, a los animales, al planeta y a la gente.
A los siete hermanos nos tocó, siendo muy pequeños subirnos a sus pies para llevarnos a recorrer la casa, las retretas de la sinfónica en el parque Nacional o en mi caso los partidos de fútbol sagradamente cada ocho días en el viejo Campín.
Recuerdo que en muchas ocasiones llegábamos los domingos en la mañana a la cama de mis padres, nos acomodábamos como podíamos y mientras mi mamá y alguna de mis hermanas mayores hacían el desayuno iniciaba la historia que llamaba LA ISLA DE LOS HUEVOS FRITOS.
Contaba mi padre: “En un lugar remoto detrás de Hawái existe la isla de los huevos fritos, casi nadie la conoce porque queda muy lejos, llegamos de casualidad antes de la guerra de Corea porque nos perdimos en la lancha en que íbamos, la temperatura es altísima, las playas son de arena dorada y en el centro una montaña con cascadas y un río de agua cristalina, está poblada por millones de pájaros uyuyuy que son blancos, más grandes que las cigüeñas y se alimentan de pequeños peces, las hembras anidan en unos árboles que segregan una especie de aceite que hace el suelo muy resbaloso, ponen más huevos que los que pueden caber en el nido y al caer se fritan y sirven de alimento a unos roedores parecidos a las ardillas llamados “cascarón” porque se comen las cáscaras de esos huevos.
-Papi, por qué se llaman pájaros Uyuyuy, preguntamos.
-Porque los machos tienen dos bolas muy grandes y coloradas y cuando aterrizan aparte de quemárselas se las raspan y chillan “uyuyuy, uyuyuy”. Todos reíamos.
Casi siempre en ese instante mi mamá gritaba: ¡Bajen a desayunar! y algo similar a las historias de Scheherezada sucedía, la historia quedaba inconclusa y todos quedábamos con la duda de lo que pudo haber sucedido después.
Un día cuando cumplí 10 años mi padre me llamó y me dijo: – Álvaro tenemos que hablar seriamente. Ese día me contó el final de La Isla de los Huevos Fritos, algún día se la contaré a mis hijos o a mis nietos.
Álvaro Camacho Andrade
Respetado Columnista : una narrativa que nos acerca a la verdadera pasión de la escritura :afectiva, sincera y evocadora de lo cotidiano familiar, que crea valores, que acompaña , que nos hace felices .
Gracias.
Uff, gracias Martha Cecilia es muy estimulante su cumplido.