Paul Allard, arqueólogo e historiador francés, al lado del italiano, Giovanni Battista de Rossi, creador del Museo cristiano lateranense, realizan un estudio sobre las persecuciones sufridas por los cristianos a manos de las autoridades romanas en los primeros siglos. En sus investigaciones nos brindan una valiosa reflexión sobre el sentido y la grandeza del martirio cristiano.
Tampoco el paganismo tuvo mártires. Nunca hubo nadie que, con sufrimientos y muerte voluntariamente aceptados, diera testimonio de la verdad de las religiones paganas. Los cultos paganos, a lo más, produjeron fanáticos, como los galos, que se hacían incisiones en los brazos y hasta se mutilaban lamentablemente en honor de Cibeles.
El entusiasmo religioso pudo llevar en ocasiones al suicidio, como entre aquellos de la India que, buscando ser aplastados por su ídolo, se arrojaban bajo las ruedas de su carro. Pero éstos y otros arrebatos religiosos salvajes nada tienen que ver con la afirmación inquebrantable, reflexiva, razonada de un hecho o de una doctrina.
El martirio, sin duda, quedó ya esbozado en la antigua Alianza, en figuras admirables, como las de los tres jóvenes castigados en Babilonia a la hoguera, Daniel en el foso de los leones, los siete hermanos Macabeos, inmolados con su madre.
Pero el judío se dejaba matar antes que romper su fidelidad a la religión que era privilegio de su raza, mientras que el cristiano acepta morir para probar la divinidad de una religión que debe llegar a ser la de todos los hombres y todos los pueblos.
Y ése es, precisamente, el significado de la palabra mártir: testigo, que afirma un testimonio de máxima certeza, dando su propia vida por aquello que afirma. La palabra misma, con toda la fuerza de su significación, no se halla antes del cristianismo; tampoco en el Antiguo Testamento. Es preciso llegar a Jesucristo para encontrar el pensamiento, la voluntad declarada de hacer de los hombres testigos y como fiadores de una religión.
Así pues, el significado primero de la palabra mártir es el de testigos oculares de la vida, de la muerte y de la resurrección de Cristo, encargados de afirmar ante el mundo estos hechos con su palabra. Desde el primer día este testimonio se dio en el sufrimiento y, como hemos visto, en la alegría de padecer por Cristo. Enseguida, después de estas primeras pruebas, vino el sacrificio de la misma vida, como testimonio supremo de la palabra.
Ya Jesucristo lo había predicho a los Apóstoles: «Seréis entregados a los tribunales, y azotados con varas en las sinagogas, y compareceréis ante los gobernadores y reyes por mi causa, y así seréis mis testigos en medio de ellos»
Cuando los cristianos pudieron comprender por los acontecimientos la fuerza de estas palabras de su Maestro, se consideró la muerte gloriosa de sus más antiguos y fieles discípulos como el coronamiento de su testimonio. Desde entonces, muerte y testimonio quedaron entre sí definitivamente asociados.
Antes, pues, de finalizar la edad apostólica, la palabra mártir adquiere ya su significado preciso y claro, y se aplicará a aquel que no solo de palabra, sino también con su sangre, ha confesado a Jesucristo.
Durante tres siglos esta historia continuará en las regiones sometidas al Imperio Romano. Más aún, cuando a comienzos del siglo IV un emperador [Constantino] establezca la paz religiosa, no habrá terminado con eso para el cristianismo la era sangrienta.
El martirio siguió naturalmente la ruta del cristianismo. Sólo hubo mártires allí donde habían llegado los misioneros. Por eso, antes de presentar a los cristianos que murieron por su fe, es preciso conocer cuáles eran las regiones donde había cristianos.
Una rápida mirada a la historia de la Iglesia primitiva nos muestra mártires en casi todas las regiones. Parece como si el cristianismo se hubiera extendido por todo el mundo de repente. Y esta impresión es verdadera, al menos en parte; pero hay que precisarla más.
En las últimas décadas encontramos la persecución que tiene el cristianismo, en México, en el que ningún otro acontecimiento de persecución religiosa, desde los albores del cristianismo ha llevado a tanto derramamiento de sangre como el ocurrido con la persecución de los llamados Cristeros: “Sangre de mártires, semilla de cristianos”. O en Nicaragua, donde los abusos de la Fuerza Pública contra las iglesias se han intensificado, alcanzando no solo los líderes, sino toda la comunidad cristiana. Ser católico en Nicaragua, en este tiempo de persecución, es un riesgo. Muchos afirman que la fe es el único espacio de libertad que les queda en Nicaragua.
Padre Pacho
Mártires los jóvenes de la primera línea, asesinados o mutilados por los esbirros del poder económico. Jóvenes inmolado en su búsqueda de una justicia social; la justicia social que predicó y peleó Jesucristo. En cuál sótano del vaticano quedó sepultada la iglesia de los pobres que rescató Juan XXIII con su Concilio Vaticano. Personajes tan nefastos como Juan Pablo II y tan perversos como Alfonso López Trujillo y Darío Castrillón son la prueba incontrovertible de que el catolicismo sí es la puta de Babilonia.
Muy bueno el recuento histórico.