Germán Ossa
El cine, aunque nació en formato pequeño, está hecho para verlo en pantallas grandes, ojalá inmensas y no en televisión ni en dispositivos diminutos como celulares, lo grave es que cuando toca, toca.
No veo la hora de salir de esta cuarentena para desahogarme en un teatro, no importa el Centro Comercial, viendo así sea al “Rey león”.
Los hermanos Luis y Augusto Lumiere inventaron un aparatico (Cinematógrafo) para ver fotografías en movimiento proyectadas en una pared en 1895 y fue la sensación en ese París de finales de ese Siglo. El boleto de entrada para gozarse el “invento” costaba, según los historiadores, un franco. Muchísimo dinero. Nació para el disfrute de una clase privilegiada, pero la magia, la novedad, la gracia y el embrujo, lo hicieron volverse aterradoramente popular. Ya hoy día se da el lujo de, dependiendo del género, tener millones de seguidores en cada una de las cosas que cuenta.
Hoy día, pero concretamente en estos asustadores días, los de la cuarentena, los del encierro forzoso, las ofertas son tan variadas que hasta asustan. Llueven los deseos de parte y parte. Los realizadores, en el afán de recuperar parte de su inversión, sugieren vender sus obras con unas determinadas estrategias, en las cuales hay que pagar para ver lo suyo, que es apenas justo, y que contrasta con la oferta gratuita de infinidad de plataformas que se benefician de las pautas publicitarias (que no son cine), que, de verdad, también asustan. Hasta los Festivales más importantes de Cine del mundo, están ofreciendo las películas que apenas iban a salir al mercado, pero la verdad es que todo lo que se nos ofrece, por cantidades alarmantes, así sea maravilloso, se puede disfrutar, pero de manera muy insustancial, por cuanto no se goza lo mismo en la incomodidad que lo acompaña: Sin pantalla grande, con la ausencia de la silla del teatro, sin la compañía de un público que, aunque desconocido, es cómplice de ese disfrute singular, sin las crispetas calientes de sal y dulce y la Coca-Cola a la que nos acostumbraron las sociedades modernas y sobre todo, sin la complicidad de esa oscuridad de la sala que nos viste a todos con la misma culpabilidad cultural.
He visto muchas cosas estos días, es verdad, pero no es igual, me da pena con Martín Scorsese cuando sepa que vi a Robert De Niro y a Al Pacino en esa extraordinaria película (EL Irlandés) en un televisor de 33 pulgadas y a la cual le robaron más de un Óscar de la Academia este año y con Edgar Reitz, el alemán, que en el mismo aparato, vi su extraordinaria cinta “Heimat” (La otra tierra) que sé, la hizo para ser visualizada en una pantalla supergigante.
Ojalá esa pandemia no sea eterna. El cine (y la salud) lo requiere.
El cine es tan atractivo que la gente anda reclamando, si la peste insiste en seguir matándonos, volver a los autocines, porque ellos pueden convivir con todo.