Por LUIS GARCÍA QUIROGA
Que violen a una dama en plena carretera sin que su esposo ni los demás pasajeros puedan hacer absolutamente nada, es un acto abominable, repudiable.
Hizo bien el gobernador de Risaralda Víctor Manuel Tamayo en no tragarse ese desagradable sapo de violencia cuyos hechos ocurrieron días atrás en la vía que de Risaralda va al Chocó, pero no se había dicho nada, quizás por lo tenebroso del caso.
Por la captura de estos miserables, los gobernadores de ambos departamentos deberían hacer una bolsa de recompensa para que uno de los cómplices -en el fondo en desacuerdo con esa barbarie- se vea tentado a denunciarlos. Esto no se puede quedar solo como noticia, porque terminamos acostumbrándonos.
Ni los más obsecuentes súbditos de la tolerancia podemos aceptar que casos aberrantes como este queden en la impunidad a la que también nos estamos “adaptando” porque la delincuencia se apoderó de los espacios en los que ya no se puede caminar con confianza sin el riesgo de perder el celular, el bolso, la bicicleta, el morral, el computador, rompen los vidrios de los carros y cometan desmanes que ahora son contra la propiedad pero luego serán contra la vida.
La sociedad no siente que haya una estrategia eficiente y efectiva, pues está dicho que haciendo siempre lo mismo el resultado no será diferente.
Cada que se calienta la inseguridad y hay rebrote de atracos, asesinatos, sicarial, guerrilla u otra manifestación que ponga en riesgo la seguridad pública, ocurren dos cosas, ambas deleznables como barranco en invierno: convocan un consejo de seguridad y anuncian aumento de fuerza policial.
Ahora se inventaron una tercera “estrategia”: hacer caravanas de vehículos de la fuerza pública. Carros y motos recorren las vías con estrepitosos sonidos de pitos y sirenas como si el Deportivo Pereira por fin hubiera quedado campeón.
No parece creíble que los delincuentes se asusten con tanto ruido y tan pocas nueces. Tal vez esperan a que pase la caravana para volver a sus fechorías.
En esa fatigante tarea coyunturalista y activista se la pasan los ministros de defensa y altos mandos “haciendo presencia” y claro, aumentando el escepticismo de la ciudadanía que ya no cree ni en la retórica, ni en los consejos de seguridad, ni en los anuncios de aumento del pie de fuerza porque ya sabemos cómo es la vuelta.
Por allá en 2005 el entonces alcalde Juan Manuel Arango se reunió con un general de la Policía para expresarle la alarma ciudadana por la ola de inseguridad que vivían Pereira y Dosquebradas.
A la semana siguiente en plena plaza de Bolívar -y como según nuestro ordenamiento jurídico los alcaldes son “el primer policía”- el alto mando “le entregó al alcalde” 150 policías para que la ciudad volviera a respirar confianza.
Días después se registró una ola de violencia en Buenaventura y los 150 policías se esfumaron como por arte de birlibirloque. Los primeros que se dan cuenta son los delincuentes.
Siempre ha habido y habrá delincuencia. Pero ahora la bomba no es de balines y puntillas. La bomba es social. En un hogar donde solo se come una vez al día, donde no hay con qué pagar la matrícula para estudiar, ni con qué pagar el Megabús, donde dos o tres miembros de una familia de cuatro adultos se quedaron sin empleo, el hambre obliga. Quien tenga el desayuno asegurado y servido, no entenderá jamás esa narrativa. Y sinceramente, repartir mercados es dejar caer las migajas del festín de Baltazar.
Dos datos ilustran el contexto: Sin contar buena parte de Dosquebradas, Pereira ya tiene 20 mil locales comerciales y de vivienda desocupados. El propio DANE reporta un desempleo juvenil del 24%, dato que parece mediocre porque los muchachos se mamaron de buscar empleo. Y los que no pueden estar en el comercio informal que ya está saturado y al extremo competido, terminan siendo caldo de cultivo para la guerrilla, el paramilitarismo, la delincuencia común y la clandestinidad en todas sus formas.
Uno termina por solidarizarse con la policía sabiendo a ciencia cierta que, si tuvieran el recurso humano y logístico apropiado, tendrían la posibilidad de ofrecernos la tranquilidad y la confianza que no nos dan quienes tienen el deber de hacerlo y de generar políticas sociales no asistencialistas que ayuden a evitar que la gente pase la raya de la legalidad.
Por ahora, un consejo gratis para todo ciudadano que se sienta inseguro: no dé papaya.