La paleta de colores que nos brinda la vida, la convierte en una sensación mágica donde podemos alcanzar la cima, pero también sumergirnos en el más profundo precipicio. Son pasajes, momentos; comprenderlos y disfrutarlos, el mayor de los retos a los que estamos expuestos, ya que identifican la historia de alguien en particular.
Es una fecha memorable, celebramos el Día del Campesino, gracias a él en la mesa de los colombianos estarán presentes los productos del campo para exaltar nuestra diversa cocina. Este es apenas uno de los tantos acontecimientos dignos de recordar, además de reconocer la labor de esa persona que entrega lo mejor de sí en lo que abona, cultiva con tanto celo, para recibir las bondades de la tierra; de otro lado, se evocan momentos registrados en una lápida, acompañados de un epitafio que mueve fibras íntimas al leerlo, dos eventos, dos sensaciones diferentes ya que uno de ellos, recuerda tragedia.
Hoy, también el cielo se hace presente en esa diversa paleta de colores al irradiar chispa, aquella que en ocasiones se muestra fascinante, pero, en otras pareciera maltratar. No se muestra como de costumbre, sonrío, lo vi como si quisiera apaciguar los recuerdos que inevitablemente llegaron a mi mente. Fue una mirada de soslayo y continué en mi cotidianidad, e intentando dejar el pasado atrás, pero, en momentos como este, es imposible.
1 de junio, el sexto mes que avizora la llegada del verano, vacaciones, descanso, reencuentro familiar, cambio de paisajes, tiempo anhelado; pero, de otro lado, un mes cargado de recuerdos que empañan el alma, anidan allí, no se quieren esfumar.
Es la historia de una familia hecha a pulso, trabajadora y llena de sueños. Viven en el centro de un barrio enmarcado por dos figuras icónicas, la iglesia y el parque; allí se celebraban a diario homilías en diversos horarios, aunque dicha rutina cambia los fines de semana por eventos como bautizos, primeras comuniones, matrimonios y misas dominicales propias de cada parroquia. En ese escenario estuvo presente él, hasta aquel 31 de mayo cuando se despojó de su túnica, la escena había terminado y debía dirigirse a casa, distaba de allí solo unos 50 metros.
El parque, lugar elegido por los chicos de la escuela quienes después de la academia abandonaban sus cuadernos para disfrutar de un encuentro futbolístico, atracción de muchos transeúntes. Detener la prisa del día, se convirtió en un compromiso, para ver aquel encuentro deportivo.
Javier es el protagonista de esta historia. El menor de seis hermanos, un chico de sonrisa dulce, ojos grandes enmarcados por largas pestañas, delgado y de baja estatura. Cursaba sexto grado, su tiempo transcurría entre el colegio y las misas diarias, compromiso asumido por él en su papel de acólito para encontrar esa cercanía a Dios, su alma lo percibía en esos espacios, lo que se comprueba cuando aquel 31 de mayo, su mirada se transforma ante el evento que lo tenía expectante al compartir una salida con sus compañeros de grado a un sitio recreacional y a unas cuantas horas de Ibagué. En esa escena tuvo contacto con un ser angelical. Su índice apunta en señal de invitación, lo vio en la pared de su cuarto, pero, sólo fue una visión para él. Para los allí presentes, no fue trascendental. La noche había llegado, hay que recostar el cuerpo y descansar para madrugar, le ordenó su madre.
Dicha aparición la comprendimos unos meses después. “Un ángel a la espera de otro.”
El alba llega con alegría anunciando la llegada del sexto mes, él sonríe despidiéndose de su madre y hermanos para acudir al encuentro con la muerte, aquella despiadada que nos lo arrebató. Sale de casa a las 6 a:m, para esperar su regreso a las 4 y 30 p:m, ya que tenía un compromiso a las 5: p:m con los feligreses de aquella parroquia que lo cobijó por mucho tiempo y le brindó la calidez de una familia. Debía acompañar la eucaristía de las cinco.
Su familia aguarda impaciente aquel retorno, pero, el tiempo se encargó de notificar que no era momento para su arribo. La espera, se hace eterna.
A las cinco de la tarde, el bus que lo trasladó al lado de sus compañeros para disfrutar de un día de esparcimiento, se detiene frente al escenario donde fuera protagonista con un balón. Se detiene frente a su casa, pero de él sólo desciende una mujer anunciando lo funesto. “La muerte de un chico que amaba la vida.”
La muerte se viste de diversas formas, juega con el tiempo; sin embargo, no logramos comprender su misterio, sólo sabemos que arrasa con el alma de quienes la encuentran de frente. No tiene edad, simplemente, llega.
Han transcurrido 51 años desde ese 1 de junio de 1974 y aún seguimos cuestionando su presencia, sin lograr comprender que, a cualquier edad, el ciclo llamado vida, llega a su fin. Y que ese instante está marcado fijamente en nuestras vidas.
No conoció el dolor. A sus doce años recogió el amor desbordado de su familia, quien le brindó apoyo y protección, nunca se quejó de nada, al contrario, manifestó con detalles producto del salario recibido por su labor de acólito, la gratitud ante tanta generosidad del corazón familiar.
Se llevó al cielo el amor de su madre, quien no sólo lo sostuvo en su vientre durante el tiempo de gestación, sino que jamás le permitió otro espacio, no tuvo una cuna, fue su compañía en las noches, compartiendo el lecho consagrado a su padre, pero, ocupado por la inocencia de un infante. La cama guardó por muchos años esa historia escrita con amor, pero, silenciada por el sino o tal vez por la tragedia.
Los años venideros fueron desgarradores, sobre todo para esa madre a quien la muerte le fisuró el corazón porque la profundidad de esa herida sigue latente, lo comprueban exámenes especializados reportados por los galenos.
Recuerda a su gran amor y anhela tener los cálidos abrazos, ya no en las noches, pero de cuando en cuando. Es el abrazo de un ser que acunó en su vientre, en sus brazos, con sus sentidos, pero sobre todo con el corazón. Y lo Anhela, hay un gran vacío en su ser.
Hay pasajes coloridos, otros oscurecidos por las circunstancias. Es 1 de junio, ya no cuenta el tiempo, lo único real es que, en Ibagué, el panteón de un cementerio, El San Bonifacio, recibe a una familia que visita la tumba de un ser cuya vida fue apagada por el río Sumapaz, pero que continúa latente en la memoria de su madre y hermanos. La historia de Pablo Javier.



Hace muchos años, pero son momentos que no logramos superar, el amigo, compañero de juegos y disputas, pero sobre todo es el más pequeño de todos, El cielo es afortunado de te tenerte querido primo.