Por JOHN ELVIS VERA SUÁREZ
Hace ya tres décadas en casa de unos amigos, me contaron una historia que había sucedido años atrás y que hoy me viene a la memoria con mucha impresión. Son de esos relatos de guerra que no nos deja de espeluznar por lejanos que sean los mismos, por recónditos que sean esos recuerdos.
Cuando recorrían las calles del pueblo en sus agotadores entrenamientos, la infantería marina gritaba “…guerrilleros mataremos y su sangre beberemos…” siempre creía que su canto de guerra no dejaba de ser figurativo sobre su decisión de derrotar al enemigo.
En un momento de sinceridad, aquel ex infante de marina, me contaba mientras él acariciaba la taza de un café y yo me deleitaba con una de limoncillo que nos ofreció el profe, cómo en un recorrido que realizaban por una trocha del Rio Kaucaya, se había cometido un homicidio ante su pelotón o escuadra comandada por un joven oficial en medio de esos “tiempos de guerra (1981-1983)” como la recordaran años después los campesinos de la zona entre el Kaucaya y el Mecaya, cuando se referían a los atropellos cometidos por autoridades.
Yendo por la trocha citada, se encontraron con un paisano (Indígena), ante lo cual el comandante le dio con voz enérgica la orden de detenerse. Ese humilde ser que transitaba por su habitual camino, sin mayor reparo obedeció. Aclarando quien era, el joven oficial le ordenó que corriera retirándose. Y a unos metros de su rápida espantada le disparó criminalmente por la espalda.
Sin el más mínimo asomo de vergüenza el joven comandante guerrerista, prosiguió a abrir su vientre y seguidamente con su pocillo militar no dudo en tomarse una porción de sangre indígena. Ante el asombro de sus subordinados les obligó a imitar su escabroso ritual. Seguidamente los condujo a tirar el cuerpo al rio, era la manera efectiva de desaparecer su atroz crimen.
Fue en la misma época en que un tal Capera, indígena oriundo del Amazonas y antiguo integrante de la misma Infantería, era el comandante del M-19 en toda aquella extensa y selvática zona. La misma cuando los colonos y/o campesinos tenían que solicitar permiso a las autoridades militares para visitar sus propias fincas.
Como me lo contó alguna vez mi padre, los guerrilleros hombres y mujeres jóvenes todos, eran muy cordiales, educados en su trato y al parecer preparados. Llegaban, se quedaban una noche y partían por alguna de esas trochas que se adentraban en la manigua. Recuerdo ahora que ya por el año de 1.988 los que acampaban en Yataé, la finca de mi padre en Bibiano Cocha, era un escuadrón del Ejercito Real de Inglaterra en sus entrenamientos por las selvas amazónicas, en pleno corazón de lo que ya se llamaba Parque Natural La Paya, estos a su vez violando la ley con sus acciones militares en los Parques Nacionales.
Respetado Columnista:
» Relatos de guerra» unos eventos que siguen vigentes en el sector rural y urbano, al que nos hemos acostumbrado en diario vivir en nuestro país.
Desgarrador hecho en la narrativa que nos presenta, con profunda Y detallada claridad.