En el universo de la política y después de inventarse la democracia han surgido dos tendencias ideológicas que compiten por el poder: la «derecha» y la «izquierda». Dos nombres dogmáticos que pretenden encasillar el pensamiento en una única dualidad. Pero, ¿de dónde salen estos términos? Veamos. A mediados del siglo XVIII se aprecia en el mundo una politización de la opinión pública. El sentido crítico comienza a ejercerse respecto de la vida social y de la autoridad y sus formas de gobierno. El cenit de esta dinámica se alcanza con la Revolución Francesa, en la que los partidarios de la monarquía y el antiguo orden se sentaban a la derecha del presidente de la Asamblea Nacional mientras que los revolucionarios lo hacían a la izquierda. A partir de allí y con el tiempo, esta disposición física evolucionó para representar dos conjuntos de ideas políticas opuestas: la derecha se asoció con la conservación del poder y la tradición, y la izquierda con el cambio y las reformas.
Estos conceptos maduraron y se fueron radicalizando hasta el marco actual en el que la «izquierda» puede definirse como la ideología que aboga por la igualdad social, el progreso y la intervención estatal en la economía para asegurar un estado de bienestar y una distribución más equitativa de la riqueza, mientras la «derecha» se enfoca en la tradición, el orden social jerárquico, la libertad individual y el libre mercado, favoreciendo un papel más limitado del Estado en la economía.
Una sana pugna entre estas dos tendencias es supuestamente el espíritu de la democracia, el mejor escenario probado para que cada sociedad escoja el camino de sus preferencias. Pero los seres humanos idiotas, pretenciosos y obcecados se han radicalizado en cada extremo y se han encerrado allí como en trincheras inexpugnables. Ciegos al pensamiento crítico solo ven la perfección en su propio bando. Anulan su propia capacidad de razonamiento para abrazar un fundamentalismo estúpido en el que profesan y exigen una fidelidad ciega a los principios, de tal manera que quien se atreva a pensar, cuestionar o criticar los resultados y las ideas es el enemigo militante del otro bando, a quien hay que exterminar. Y si no se afilia a cualquiera de los extremos es vilipendiado y entonces degradado a la condición de ambiguo, indeciso, timorato, castrado, cómodo y otras sandeces similares.
En el fragor de la contienda los militantes de cada bando se endiosan y se creen dueños de la verdad. Se concentran en manipular y engañar a un pueblo inculto y pobre incapaz de discernir entre qué es lo mejor o lo peor para su felicidad. Esa es la extraña paradoja de la democracia en el mundo entero. Un escenario de guerra donde el cerebro, el pensamiento y las ideas son vistas como armas de fuego, donde no se hacen concesiones, todo vale y prima la fuerza sobre la razón.
Aparece entonces en el firmamento de la política la figura del «centro» como una opción de sensatez, de discusión intelectual, de tolerancia. No es precisamente un refugio para escapar de los dos extremos ideológicos. Por el contrario, es el espacio ideal para huir de la estupidez y la terquedad, un extraño lugar donde existe como herramienta de diálogo la concertación que no es precisamente una conciliación, ni un sometimiento. Un rincón del pensamiento que no se esclaviza con dogmas inamovibles, un espacio en el que cobra valor el concepto de «puedo estar en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé con la vida tu derecho a decirlo», en el que el mundo no se circunscribe al bien y al mal; allí donde hay cabida para la crítica y el disentimiento.
No me vengan con la soberbia idea de que solo hay dos opciones. Es de mentes frágiles.



Una humilde pregunta:el centro es el Centro democrático?