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LUIS FERNANDO CARDONA
Director Fundador

ActualidadVUELVE EL BURRO AL TRIGAL

VUELVE EL BURRO AL TRIGAL

 

Nuevamente, crónica de un daño repetitivo sin defensa suficiente.

En análisis estratégico y de seguridad nacional, comienza a consolidarse una inquietante tesis: la guerra interna en Colombia, lejos de mostrar avances a favor del Estado, estaría atravesando caminos de retroceso operativo, institucional y simbólico, frente a estructuras criminales cada vez más fortalecidas, sofisticadas y audaces. Los hechos recientes no solo alimentan esta percepción, sino que la convierten en una preocupación de carácter institucional.

Uno de los episodios más reveladores fue la angustiosa declaración pública del comandante del Ejército Nacional, general Luis Emilio Cardozo, tras la escalada de violencia en el municipio de Buenos Aires (Cauca). Durante más de siete horas, grupos armados ilegales sometieron al casco urbano a una acción sistemática de terror, destruyendo infraestructura, intimidando a la población civil y desafiando abiertamente a la autoridad estatal, mientras el apoyo militar tardó horas en llegar. Más allá de la explicación táctica, el mensaje fue devastador: amplias zonas del territorio permanecen vulnerables, sin capacidad de reacción inmediata del Estado, incluyendo la inoperancia de la flota de helicópteros debido a corrupción contractual. A estos hechos se suma el asesinato de siete jóvenes militares en Aguachica, un episodio que golpea profundamente la moral de la Fuerza Pública y evidencia la exposición permanente de sus integrantes ante organizaciones criminales con alto nivel de inteligencia, planificación y capacidad de fuego. La muerte de soldados y policías en actos de servicio no es solo una tragedia humana, es también un indicador crítico del desequilibrio creciente en el control territorial. Además, 14 militares son secuestrados y desarmados en Chocó por espacio de 36 horas ¡Qué horror!

Quizá uno de los casos más graves, por sus implicaciones institucionales, fue el derribamiento de un helicóptero policial que ocasionó la muerte de 17 uniformados, acción atribuida a alias “Calarcá”. Lo más alarmante no fue solo el ataque en sí, sino la confirmación de que el cabecilla contaba con información operativa precisa, obtenida presuntamente por infiltración a la inteligencia oficial. Este caso desnuda una vulnerabilidad mayor: cuando los aparatos de inteligencia del Estado son penetrados, la ventaja de combate se invierte peligrosamente. A todo ello se agrega una práctica que ha despertado fuertes cuestionamientos; la no cuantificación de algunas muertes violentas para efectos estadísticos, lo cual diluye la percepción real del conflicto y oculta a la comunidad la magnitud de la crisis en seguridad. La manipulación o reinterpretación de los datos no reduce la violencia; por el contrario, debilita la credibilidad oficial y erosiona la confianza ciudadana.

En el plano demostrativo, los grupos armados ilegales han dado un salto cualitativo. El uso de drones con fines ofensivos, el acceso a armamento de última generación, la mejora en sus sistemas de comunicación y su capacidad de coordinación interregional muestran estructuras más parecidas a ejércitos irregulares que a simples bandas, para establecer la fase de guerra de movimientos y no de cuadrillas. Esta modalidad contrasta con una Fuerza Pública limitada por restricciones operativas, jurídicas, políticas y financieras.

Otro factor determinante ha sido el aprovechamiento orbital de los diálogos y ceses al fuego. Estas treguas han sido utilizadas por los grupos para rearmarse, reclutar más personal, expandir economías ilegales y consolidar control comarcal, sin que exista una verificación efectiva ni consecuencias reales por los incumplimientos. Tampoco puede ignorarse la percepción extendida de una excesiva condescendencia del Gobierno con estas organizaciones, que termina enviando un mensaje ambiguo; mientras se insiste en una narrativa de paz, los grupos criminales interpretan esa postura como una oportunidad para avanzar sin tener que enfrentar una respuesta contundente del Estado.

Reconocer estas realidades no es derrotismo; es una condición indispensable para replantear con seriedad la política de seguridad nacional antes de que el retroceso sea totalmente irreversible.

 

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