El poder del relato urbano para darle sentido al desarrollo
Las ciudades, al igual que las personas, también tienen una historia que contar. No son solo conjuntos de calles, edificios y planes de desarrollo: son relatos colectivos en constante construcción. Cada plaza, cada río, cada fiesta popular dice algo sobre lo que una comunidad ha sido y lo que quiere llegar a ser.
Pero una ciudad sin relato es como un cuerpo sin alma. Puede mostrar autopistas modernas y centros comerciales nuevos, pero si no tiene una narrativa compartida, una visión de sí misma, carece de propósito. Y sin propósito, las políticas se dispersan, los proyectos pierden coherencia y los habitantes se sienten espectadores de un guion ajeno.
Hoy, más que nunca, necesitamos ciudades que se cuenten con autenticidad. Ciudades que construyan su desarrollo a partir de un relato propio, arraigado en su identidad, su paisaje, su gente. No se trata de slogans de mercadeo ni campañas turísticas. Se trata de encontrar esa historia profunda que una comunidad reconoce como suya y la proyecta hacia el futuro.
El relato que transforma
El caso de Bilbao sigue siendo una lección universal. En los años 80, la capital vasca vivía una crisis industrial devastadora. Sin embargo, supo reinventarse desde su río: transformó el acero en arte, la contaminación en cultura y el abandono en orgullo. No fue solo un cambio físico, sino simbólico. El Guggenheim no fue el inicio del cambio, sino el ícono visible de una narrativa bien contada. El Museo Guggenheim de Bilbao, inaugurado en 1997 y diseñado por el arquitecto Frank Gehry, se convirtió en el símbolo visible de la transformación urbana más emblemática de Europa. Pero su valor fue mucho más allá de la arquitectura: representó un cambio de paradigma en la manera de pensar la ciudad. Antes del Guggenheim, Bilbao era una urbe industrial en crisis, con altos niveles de desempleo y degradación ambiental. El museo fue la pieza central de un proyecto integral que combinó regeneración del frente fluvial, infraestructura cultural, transporte moderno y orgullo ciudadano. No fue “el edificio” lo que cambió a Bilbao, sino el relato que lo acompañó: el de una ciudad que pasó del acero al arte, del humo a la creatividad. Ese fenómeno, conocido como el efecto Bilbao, demostró que una inversión cultural estratégica puede reactivar la economía, fortalecer la identidad y posicionar globalmente a una ciudad cuando forma parte de una narrativa coherente y compartida.
Medellín también lo entendió. Su relato de “innovación social” no nació de la publicidad, sino de los barrios. Se tradujo en escaleras eléctricas en la Comuna 13, parques-biblioteca y programas de educación que hicieron visible la idea de que la ciudad puede incluir. Allí, el relato no adornó la gestión: la inspiró.
Curitiba se narró como ciudad ecológica y lo demostró con medio siglo de políticas coherentes. Copenhague se contó como ciudad ciclista y sostenible, y lo plasmó en cada kilómetro de ciclovía y energía limpia. Barcelona se pensó como capital creativa y construyó espacio público y cultura ciudadana para hacerlo realidad. Barcelona ha construido una narrativa urbana basada en la inclusión, la creatividad y la vida pública compartida. Ser una “ciudad incluyente” en su relato significa mucho más que accesibilidad física o programas sociales; implica una forma de entender el espacio como escenario democrático donde todos tienen derecho a participar, habitar y expresarse. Desde la transformación urbana impulsada por los Juegos Olímpicos de 1992 hasta las políticas de barrio y movilidad sostenible actuales, Barcelona ha apostado por un modelo que integra diversidad cultural, equidad territorial y diseño urbano centrado en las personas. Su apuesta por los espacios públicos de calidad —plazas, parques, playas abiertas, supermanzanas— expresa una convicción: la ciudad no se mide solo por su infraestructura, sino por la capacidad de generar convivencia y sentido de pertenencia. En esa narrativa, la inclusión no es un resultado, es el principio que orienta la vida colectiva y la identidad barcelonesa.
En todos los casos, la historia vino antes que la obra. Primero fue la visión, luego la acción. Porque el relato no sigue al desarrollo: lo orienta.
Y nuestras ciudades, ¿ qué historia están contando?

Pereira, Dosquebradas, Santa Rosa de Cabal o cualquiera en el mundo, cada una con su personalidad y vocación, necesitan hacerse esa pregunta. ¿Qué relato están construyendo? ¿Cuál es la historia que une a sus ciudadanos más allá de los periodos de gobierno?
Pereira podría narrarse como la ciudad del agua y la sostenibilidad, no solo por sus fuentes hídricas, sino por la posibilidad de convertirse en referente de economía circular y gestión ambiental. Dosquebradas, con su tejido empresarial y ubicación estratégica, podría afirmarse como la ciudad productiva que innova desde lo local, integrando industria, el agro, la educación y su territorio, su paisaje desde y hacia sus montañas, una ciudad de los 15 minutos como expresa su POT. Santa Rosa de Cabal, por su parte, tiene en su ADN la identidad termal y natural, sus áreas protegidas, su extensa red de vías veredales: podría consolidarse como territorio del bienestar, donde el paisaje, la cultura, el ciclismo en todas sus modalidades y la salud convergen en una narrativa de vida buena. ¿Será que esa narrativa no anima a muchos turistas de la salud y bienestar? No solo se trata de tener sitios instagrameables, se trata de narrar una historia, nuestra historia.
Pero para que estos relatos cobren verdadero sentido, deben nacer de la participación: de las voces ciudadanas, los artistas, los empresarios, los jóvenes, los campesinos. Una narrativa impuesta desde arriba se convierte en propaganda; una construida colectivamente, en propósito compartido. Cada territorio tiene su propio pulso, su forma de contarse, y descubrirla exige escucha y sensibilidad. El consultor o el planificador no inventa la historia de una ciudad: la revela, la ordena y la potencia a partir de lo que la gente ya siente y reconoce como suyo. Por eso, antes de escribir el relato, hay que saber leerlo.

Ciudades con alma
Una ciudad con relato sabe quién es, y eso la hace más fuerte ante los cambios. Puede tropezar, pero mantiene su rumbo; puede crecer, sin perder su esencia. Porque cuando la técnica y la emoción se encuentran, nace la ciudad verdaderamente sostenible: aquella que no solo se construye, sino que se cuenta con orgullo y coherencia.
Pero identificar ese relato no es un ejercicio poético: es un acto de planificación prospectiva. Una ciudad solo puede proyectar su futuro si comprende primero su historia y su identidad. En términos de Michel Godet, el relato funciona como un “futuro deseable” que orienta decisiones presentes. La narrativa colectiva permite imaginar la ciudad que se quiere ser en veinte o treinta años, más allá de los ciclos políticos o los planes de gobierno. Así, el relato se convierte en brújula estratégica: une la visión técnica con el sentido cultural y emocional del territorio.
El reto, entonces, no es diseñar más obras, sino escribir mejores historias urbanas. Historias que inspiren a los habitantes, que convoquen a los sectores, que conviertan la planificación en un propósito compartido. Las ciudades que logran trascender no son las que más crecen, sino las que mejor se narran: aquellas capaces de transformar su relato en política, su política en acción y su acción en memoria colectiva. Porque al final, una ciudad que sabe contarse también sabe hacia dónde va.
Construir el futuro de una ciudad exige más que buenos planes: requiere una historia compartida que inspire confianza y sentido de pertenencia. Los planes de ordenamiento, las estrategias de desarrollo o los proyectos de inversión deberían leerse también como capítulos de una narrativa colectiva, no como documentos aislados. Solo cuando una ciudad reconoce su relato puede orientar sus esfuerzos con coherencia y continuidad, trascendiendo los ciclos políticos. La prospectiva urbana no se trata de adivinar lo que vendrá, sino de imaginar juntos el futuro que queremos vivir.
Por eso, el llamado es a que nuestras ciudades empiecen a contarse mejor: a escuchar su memoria, a traducir sus símbolos en visión y su visión en acción. A conectar la técnica con la emoción, la planeación con la cultura y la infraestructura con la identidad. Porque el verdadero desarrollo comienza cuando una comunidad se reconoce en su propio relato.

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Fotos del autor, prohibido su uso sin autorización: Barcelona Casarrubios del Monte.
Juan David Hurtado Bedoya
*Ingeniero Ambiental y Economista*
*Investigador y consultor en Sostenibilidad de Ciudades y Territorios, Economía Ambiental y Servicios Públicos.


