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LUIS FERNANDO CARDONA
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ActualidadHERIDAS IMBORRABLES DE LA BARBARIE PARTIDISTA

HERIDAS IMBORRABLES DE LA BARBARIE PARTIDISTA

 

 

La memoria de la violencia partidista en Colombia no es solo un asunto del pasado: es una advertencia para el presente.

 

Un gran amigo me solicitó la reseña de un libro que, pese al paso de las décadas, sigue siendo de una crudeza escalofriante: Las hordas azules, del escritor Antonio Valencia Osorio. El pedido sirve como excusa y, al mismo tiempo, como justificación de esta columna, porque recordar aquellos episodios no es un mero ejercicio literario, sino un deber histórico.

La violencia narrada en la obra no puede calificarse de “piñata” frente a la crisis actual de Colombia. En realidad, refleja un odio visceral y recalcitrante que impregnó la vida política del país a mediados del siglo XX.

Valencia Osorio, desde una postura claramente “antichulavita”, destila un rencor que se niega a conceder perdón alguno a sus adversarios, los conservadores de la época.

Hoy, en contraste, el discurso oficial promueve el diálogo, el perdón y la reconciliación. Existen figuras como el proceso de memoria histórica (verdad, justicia, reparación y no repetición), la justicia restaurativa, la devolución de tierras despojadas y programas de reivindicación social para las comunidades más vulnerables. Sin embargo, el eco de aquel sectarismo sigue resonando en la polarización política contemporánea, encarnada en Álvaro Uribe Vélez y Gustavo Petro: la ultraderecha y la izquierda progresista, dos polos irreconciliables que profundizan la división nacional.

Recordar estos episodios no es un mero ejercicio de memoria histórica: es una necesidad urgente. Quien no conoce la historia está obligado a repetirla, y por eso traer a colación la obra de Valencia resulta pertinente. Sus páginas nos recuerdan que la intolerancia política y el odio ideológico fueron capaces de convertir vecinos en enemigos y al país entero en un campo de guerra.

Entre 1947 y 1953, los subversivos liberales eran llamados pájaros en el Valle del Cauca y chusmeros en otras regiones; mientras que los conservadores eran conocidos como chulavitas y cachiporros. Estos grupos, amparados o perseguidos según el gobierno de turno –Ospina Pérez, Laureano Gómez Castro o Urdaneta Arbeláez– encarnaban la cara más cruda de la violencia bipartidista. Una fractura tan profunda como la que aún hoy enfrenta al país.

La obra reseña contradicciones notorias en el pensamiento del autor. Por ejemplo, en la introducción afirma que “el conservatismo no merece existir y debe desaparecer”, mientras en páginas posteriores sostiene que no busca la desaparición de partidos, sino la acción de la justicia. Estas ambigüedades exponen la complejidad del odio político en Colombia: se rechaza la violencia, pero se justifica la eliminación simbólica del adversario.

La narración también revive figuras y episodios que marcaron la historia del conservatismo. Marco Fidel Suárez, presidente entre 1918 y 1921, fue hostigado por ser hijo “natural” de una lavandera, lo que precipitó su renuncia.

Monseñor Miguel Ángel Builes, obispo de Santa Rosa de Osos entre 1924 y 1967, convirtió su púlpito en tribuna de guerra: predicó contra los liberales como “enemigos de Dios”, justificando persecuciones y alentando, desde la religión, la violencia política en muchas regiones del país.

Los relatos de Valencia son demoledores. Denuncia que huestes conservadoras recogían las cédulas de los liberales asesinados para votar con ellas, y documenta juramentos como este: “¿Juráis pasar, si fuere necesario, por sobre los cadáveres de los liberales…, para llevar al doctor Laureano Gómez a la presidencia?”. La barbarie se hacía consigna.

Las páginas más duras describen violaciones, torturas y masacres: cortes de franela, de partera, y de corbata (extracción de la legua por una herida hecha en el cuello), gargantillas humanas, cuerpos colgados en ganchos de carnicería, decapitaciones, y hasta jugarretas de fútbol con cabezas humanas como si fueran balones.

En uno de los episodios más atroces, Valencia narra cómo una familia entera fue exterminada, mediante múltiples atrocidades: violación de la esposa frente a su esposo, el hijo menor, apenas un bebé, quemado luego de ser atravesado por una daga, dos menores más, uno quemado vivo y otro decapitado para evitar que sobreviviera la “semilla liberal”. Ese crimen, calificado como abominable y de lesa humanidad, revela el rostro más siniestro de la barbarie partidista.

El balance es estremecedor: más de doscientos mil colombianos fueron asesinados entre 1947 y 1953, durante los gobiernos de Ospina Pérez, Laureano Gómez y Urdaneta Arbeláez. Para el autor, Colombia se convirtió entonces en “la nación más bárbara que haya existido en el mundo a través de los siglos”.

La columna vertebral del libro es una denuncia del odio que, disfrazado de fervor partidista o religioso, condujo al país a la barbarie. El colofón no deja dudas: Atila, Calígula, Nerón o Gengis Khan no tendrían de que avergonzarse, porque “hay monstruos mayores que pudieron servirles de maestros”.

Más allá de su radicalismo ideológico, Las hordas azules se erige como un testimonio de los excesos de la intolerancia política. Setenta años después, con heridas aún no supuradas, la pregunta sigue en pie: ¿acogerá Colombia la invitación a deponer odios y a reconciliarse, o persistirá en la segmentación entre “gentes de bien” y “los otros”?

 

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* Periodista y corrector de estilo

 

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