Leo, danzo con tu obra, y mi semblanza el fruto.
Leonardo Ramírez Martínez no se salva en la literatura. En este libro de relatos se entrega. Los propios relatos son una juntanza, una fuerza común de voces, reflexiones y cavilaciones que dirige, y que son originadas y mediadas por el sentir y por el pensar. En su largo, sin dejar nunca de estar implicado, pues sus mismos personajes llegan a exponerlo sin ningún miramiento, se opone enérgicamente a la sistematización de la vida que hace de la misma una habitación estrecha y sin muebles. Aún en su rechazo al rebaño y sus insumos, no se margina, se afirma en el centro de los vivientes, haciendo de su cotidianidad y de la fuerza vital nadaísta una arenga contra el capitalismo, órgano económico perseguidor y anulador de ontologías. Como a la vida que se coarta, cuestiona a esa muerte moral en que deviene.
En sus acontecimientos, estos relatos configuran una diatriba contra la muerte infeliz.
Dando cuenta del nadaísmo actual, con una esperanza tan salvaje como la que tuviera El Profeta, Leonardo acude a Gonzalo Arango y le expone los fracasos del hombre contemporáneo y el agreste ambiente de su actualidad. Sobre su postura, el autor y sus personajes resisten y se oponen a los degradantes de la existencia impuestos por las burocracias y el sistema: hitos mercantilistas que capitulan la vida en la repetición de un esfuerzo de función e importancia meramente utilitarias. Su nadaísmo encuentra vigencia: se enfrenta a la permanencia y las evoluciones del sistema al que se enfrentó el movimiento en la segunda mitad del siglo XX.
La indiferencia y la apatía profunda de la sociedad hacia el artista, la incertidumbre que plantan las metafísicas, no le hacen mella. La soledad instantánea y larga que cobija al escritor no le dejan solo. Esta serie de prosas contienen una poética de creación. Lucho porque esto no sea un eufemismo. La pluma de este libro no distingue de formatos y hermana la poesía, pariéndola, al relatar. El poema se hace un instante luminoso en medio de una cotidianidad atiborrada, y entonces narra. Antes de narrar, vive. En el vivir, siente. Entonces el poema. El escenario físico se hace apenas el escenario base, nodriza a veces amable – a veces ingrata, de multicolores escenarios sobre los que el escritor va a incurrir. Caminando, alguno de sus personajes, no le va a buscar matices a la vida, sus matices le saltaran desde cualquier arista de la cuadra, desde cualquier transeúnte, desde cualquier ventana. Allí su conmiseración con tantos: “por qué algunas personas se dejan llevar por la ilusión de lo efímero”, aspectos o capitulaciones a las que caprichosamente el ser se ata, sin llevar estas ningún contenido.
Junto a Leonardo sus únicos coterráneos, pues, en su reino sensible, son sus creaciones. Como un habitante múltiple habita sus repúblicas, la de la Colombia desperdigada y la recogida en infinitos de su Corazón, que lleva a cuestas. Los personajes de Leonardo son el hombre o la mujer expuestos por su bagaje y definidos por sus acciones. No existe la culpa. Mas es el sí mismo aquello que siempre saldrá al encuentro como lo irrebatible, lo inevitable. Podría ser que el personaje solo se encuentra, al buscarse, cuando deja de buscarse en su sentido de engranaje, cuando hace de su función disfuncionar, diferir con los establecimientos y sus imposiciones alienantes.
La Salvaje Esperanza nos exhibe una fragmentación tanto de la vida (al incurrir la vida en el mercantilismo) como en la muerte. Expone tales fragmentos que reducen la vida a la ignorancia de su complejidad, que le disocian de sus demás componentes, los otros fragmentos que se han descartado por ser móviles y casa de la sensibilidad. Una vida fragmentaria que conduce, naturalmente, a una muerte fragmentaria, una muerte desgraciada e infeliz que causa escozor, que es un gran vértigo, que actúa como un lazo en vaivén traído desde el abismo y atado a las cabezas y hala y suelta, y hiere y mata desde mucho antes de perpetrar la muerte carnal. Cuando la esperanza abandona al Ser, este se hace dócil, vulnerable a la vida misma y pretendiente de la muerte, aspirante a cesar. Es la supresión del ser desde la productividad voraz presidida en nuestra oscura época reciente por la premisa: “trabajar, trabajar y trabajar” pronunciada por esa voz desidiosa ante la vida, que pretende engañar: “recuerde que es voluntariamente obligatorio”.
El Ser no podrá, pues, cuidarse mientras se abandona. No se puede servir a dos señores, cuando entre los dos, uno reclama ventajas desde su avaricia y mezquindad. Resulta irrealizable permitir el ser al Ser atendiendo los preceptos canónicos de una economía sistemática donde este funge como útil, como activo reemplazable. Se le exige al Ser que abandone su persistencia y permanezca, se le impone el estar, estático y a presión como un tornillo en su lugar, hasta que funcione a cabalidad su mecanismo: hasta que el tornillo se ruede, entonces se le ha de desechar. De ello se desprende una espinosa confusión ontológica, que desemboca en la sensación de sinsentido. La avidez por la productividad no da lugar a la individualidad y sus intereses, lo que es el propio Ser, abandonar tales es abandonarle. Mas, “el sistema castiga cualquier actividad que no sea lucrativa”.
En La Salvaje Esperanza, nunca alejado al mundo real, hay quienes sucumben y hay quienes son conscientes de esta violenta dicotomía en el habitar, una dicotomía que se resuelve en el conformismo enfrascado en disciplina o en la rebeldía de la esperanza salvaje en el retorno o en la recuperación de todo lo arrebatado por la ambición humana, ante la que el nadaísta se subleva: “eso se me parece más a la muerte”. Y hay quienes transitan entre ambas, e increpan al lector directamente: “ahora estoy en este libro que está en tus manos (…) no te esfuerces en cuestiones que no te den felicidad”.
Este libro de relatos explicita la necesidad de conocerse, no desde la simplicidad de la interacción inquisitiva para lo utilitario, sino en la interacción interesada en descubrir, al otro y a sí mismo, y entonces valorar, dándose cuenta de que el valor del Ser trasciende todas las metas y todas las finalidades y que estas, incluso, no son propias del Ser. Vivir para satisfacer una expectativa, propia o ajena, móvil y caprichosa, es atentar contra la vida desde su propio verbo. Los del Ser, pues, son asuntos que no incluyen el devenir en su relato, que no tienen un punto de llegada al cual llegar a morir sino el Ser mismo, fuente de vida inagotable.
“La muerte es solo un proceso de transformación”
A las ideas, las auténticas ideas fruto del pensar, las soberanas ideas fruto del sentir, les aparece insuficiente la vida y les resulta intrascendente la muerte. Están fuera de esta dicotomía, permanecen. Son la vida que no se acaba. Como contrariarlas, contrariar al amor, fuente de estas ideas, es atentar contra la vida. El amor maltrecho es la muerte, se vuelca su pasión, que es energía inabarcable.
En ello finaliza, sin acabarse, La Salvaje Esperanza: en el no morir nunca; en la existencia después del último respiro; en la aprehensión del ánimo eterno a través del amor al que clama “no seas esa deidad incognoscible” y encuentra “en un rostro amado”, “enarbolando la túnica de una mujer”, su esposa.
Sobre la ilustración del libro:
El ilustrador de la obra, Vicarious Gýps, aporta el componente visual de los relatos de Leonardo, entrega al lector una respuesta desde la imaginación ante las cuestiones del libro, cuestiones existenciales que atañen desde algún ángulo a todos los hombres y a todas las mujeres en tanto seres sociales sistematizados pero portadores de la primigenia libertad, sobre la que se funda la esperanza, la salvaje esperanza. Su línea pasa por grisáceos retratos sugerentes; aves salvando la caída de Ícaro que pierde sus alas; sillas vacías que guardan fantasmas; y la muerte corpórea entre otras escenas propias del libro, reveladas desde otra sensibilidad interpretativa.


