En la película La Vendedora de Rosas (1998), dirigida por Víctor Gaviria, se retrata la cruda realidad de las calles de Medellín.
Mónica, una niña de escasos recursos, sobrevive vendiendo flores en un mundo hostil. Entre la miseria y el abandono, las calles están dominadas por dos pandillas: una dirigida por El Zarco, un líder impulsivo y violento, y la otra por El Enano, más calculador y sigiloso.
Ambos se disputan el poder con tácticas distintas, pero su objetivo es el mismo: controlar el territorio. En medio de este caos, Mónica sigue vendiendo sus rosas, porque incluso en el lugar más oscuro, el amor y la ilusión necesitan una excusa para existir.
Y es que siempre hay una fecha que lo cambia todo. En la película, es la Nochebuena. En la realidad, es San Valentín, el Día de los Enamorados, la celebración que mueve el comercio en Estados Unidos y que convierte a Colombia en su principal proveedor de flores.
Tras la crisis diplomática con Estados Unidos por las deportaciones, se impusieron aranceles de hasta el 50% a las importaciones colombianas. El comercio exterior entró en pánico, pues estos impuestos amenazaban con frenar las exportaciones y golpear una de las industrias más importantes del país.
Pero lo curioso es que el comercio nacional sigue cargando con impuestos excesivos, regulaciones interminables y barreras artificiales que asfixian la producción. Si la reacción ante los aranceles fue de alarma, ¿por qué no se genera el mismo pánico cuando el Estado hace lo mismo dentro de sus propias fronteras?
Los malos gobernantes no resuelven problemas, los administran. Son como el cuento popular del médico que durante 20 años atendió a un paciente con una mosca en el oído. Un día, su hijo, recién graduado de medicina, lo reemplaza en la consulta y descubre la misma mosca.
Sorprendido, le pregunta por qué nunca se la sacó.
“Porque con esa mosca te pagué la universidad”, responde el padre.
Así operan los malos gobernantes: nunca erradican el problema, solo lo manejan para justificar su existencia. Y mientras el pueblo sigue distraído con la mosca, nadie nota que el verdadero adversario es la falta de libertades, y que el verdadero amigo es aquel que impulsa la libertad económica y personal.
Desde 1990, Colombia ha tenido 21 reformas tributarias, es decir, una cada 18 meses. Cada una de ellas ha venido con promesas de estabilidad y progreso, pero la realidad es que han sido trampas disfrazadas de soluciones.
Los impuestos crecen, las oportunidades desaparecen y la inversión se esfuma. La burocracia sigue intacta, pero los bolsillos de los ciudadanos se vacían.
Los aranceles no son más que otra versión de estos impuestos injustos. Se imponen con la excusa de proteger la economía nacional, pero lo único que hacen es encarecer los productos, reducir la competitividad y castigar al consumidor.
¡Como en la película, la tragedia parece inevitable!
Siempre habrá un Zarco y un Enano señalando un enemigo para ocultar que el problema real es la falta de libertad. Y hasta que no lo entendamos, seguiremos pagando el precio con nuestras oportunidades, nuestros ingresos y nuestro futuro.
Al final, solo nos quedamos con las espinas.