Hubo una época en la que, en nuestros pueblos, entre el verde de las montañas y el aroma del café, no se respiraba paz, sino miedo que helaba las entrañas.
Para quienes nacimos y crecimos en los pueblos del antiguo departamento de Caldas —lo que hoy conocemos como el Eje Cafetero: Caldas, Quindío y Risaralda—, los años 50 no solo fueron una década en los libros de historia, sino, la memoria viva de un horror que no queremos que se repita.
Fueron años que mezclaron la inocencia de nuestra infancia con la brutalidad de los llamados: “chusmeros”, “bandidos” y “bandoleros”, hombres que, organizados en “cuadrillas”, convirtieron la violencia en oficio, movidos por intereses de caciques políticos y odios partidistas.
Nombres como “Sangre Negra”, “Capitán Venganza”, “Desquite”, “Chispas” o “Veneno”, aún erizan la piel de quienes los escucharon.
En aquellos tiempos, el color del trapo —rojo o azul— definía quién vivía y quién moría.
Mataban, asaltaban y torturaban con una sevicia que buscaba infundir miedo. El terror no residía solo en las armas, sino en la crueldad de sus actos, en los “cortes de franela o de corbata” con los que dejaban mensajes siniestros y recordatorios del poder de la barbarie.
En ese infierno, el dolor se volvió paisaje, y el vestido negro del luto, una prenda cotidiana.
Contar esta historia no es abrir heridas, sino mantener viva la memoria. Porque el olvido es el primer paso hacia la repetición del horror.
Analizar estos hechos es entender cómo el fanatismo, cuando se arma con indiferencia, puede destrozar el tejido más noble de una sociedad.
Pero mientras recordamos el pasado, el presente nos lanza nuevos desafíos.
En pleno siglo XXI —el siglo de la información—, Colombia ha vivido una transformación vertiginosa. La última década ha estado marcada por el auge de la inteligencia artificial y las redes sociales, tecnologías que han revolucionado la forma en que los seres humanos se comunican, trabajan y se relacionan.
Este mismo periodo ha traído consigo un fenómeno preocupante el de la infoxicación. En estos espacios virtuales, la sobrecarga de información ha generado confusión, desinformación y una creciente confrontación entre ciudadanos, especialmente en torno a sus creencias políticas y religiosas.
Las consecuencias se sienten en lo cotidiano. Las relaciones familiares, amistosas y sociales se han visto fracturadas, al punto que en muchas reuniones se impone el lema: “Aquí no se habla ni de política ni de religión”. Esta autocensura refleja el nivel de tensión que atraviesa la sociedad civil.
Colombia vive hoy una campaña presidencial inédita, en medio del primer gobierno de izquierda de su historia. El número de precandidatos ha alcanzado cifras récord, pero lo que más llama la atención no es la diversidad de aspirantes, sino la ausencia de propuestas serias, concretas y coherentes para enfrentar los problemas del país.
En lugar de debates constructivos, predominan los ataques personales, la grosería, la injuria y la calumnia. Con razón se afirma, que esta campaña está profundamente “polarizada”.
El escenario político se ha convertido en un campo de batalla entre los extremos. Derecha e izquierda se enfrentan con dureza, mientras el centro intenta presentarse como una alternativa conciliadora, aunque con ambigüedad, pretendiendo ser la redención entre los polos sin asumir una postura clara.
Ante este panorama, crece el temor, que sin importar quién gane las elecciones, resurjan los comportamientos violentos del pasado.
A pesar de haber vivido épocas de terror y conflicto, parece que los colombianos aún no hemos aprendido a convivir con las diferencias ni a resolver los conflictos mediante el diálogo y el pensamiento crítico.
Recordar el pasado y reflexionar sobre el presente son dos caras de una misma tarea, la construcción de una nación capaz de aprender de sus errores.
La falta de análisis profundo y de educación para la paz sigue siendo una deuda pendiente.
El viejo Caldas renació de las cenizas, y con él, una región entera aprendió que el trabajo, la memoria y la reconciliación son la base del futuro. Pero no debemos olvidar, la memoria, cuando se alimenta con la verdad, es el antídoto más poderoso para que el horror no vuelva a llamar a nuestra puerta.
¿Será posible que, en los próximos 30 años, Colombia logre consolidarse como el país de la belleza, el país que aprendió a vivir en paz y que alcanzó el progreso?
Ese, sin duda, es el anhelo de millones de colombianos.