En la actualidad, sumergidos en un mar de datos y conexiones instantáneas, una virtud que alguna vez fue piedra angular del buen juicio y la conducta sensata —la prudencia— parece desvanecerse ante el ímpetu de la inmediatez y la búsqueda de impacto. Este fenómeno es particularmente palpable en el ámbito público y en nuestras interacciones digitales.
En el escenario político, somos testigos de un comportamiento preocupante: figuras públicas adoptan un discurso transgresor, empleando retórica agresiva y a menudo ofensiva. Esta no parece ser una manifestación de convicción, sino una táctica deliberada para generar revuelo mediático y obtener lo que en la comunicación contemporánea se valora como «visibilidad» o «engagement».
La arena digital se convierte en un campo de batalla donde proliferan acusaciones infundadas, ataques personales, injurias y calumnias, sirviendo a menudo para avivar la polarización política y, convenientemente, desviar el foco de los problemas que realmente apremian a la nación.
Las ramificaciones de esta estrategia son considerables. Si bien puede proporcionar una gratificación inmediata en términos de notoriedad y movilización de seguidores, el costo a largo plazo es elevado.
Se erosiona progresivamente la confianza en las instituciones, se profundizan las divisiones sociales y se complican los esfuerzos por construir los consensos necesarios para afrontar los desafíos colectivos.
Esta laxitud en el liderazgo sienta un precedente negativo, cuya influencia se extiende a otros ámbitos de la sociedad, relajando los estándares de lo que se considera un comportamiento aceptable.
El papel de las «plataformas digitales y la comunicación instantánea» es fundamental en esta transformación. La conectividad global y el acceso inmediato a la información han forjado una «cultura de la urgencia y la autoexposición constante». La presión por generar interacciones y buscar validación a través de reacciones y comentarios impulsa a las personas a compartir pensamientos, opiniones e incluso detalles íntimos de forma impulsiva, sin una evaluación pausada de las posibles consecuencias, daños o el impacto real de su difusión.
Los ejemplos de esta dinámica son cotidianos: desde controversias virales desatadas por comentarios imprudentes de figuras conocidas, hasta la rápida diseminación de noticias sin verificar que siembran confusión y alarma.
La vertiginosa velocidad de plataformas como X, TikTok, Instagram, YouTube y Facebook deja escaso margen para la verificación rigurosa de los hechos o un análisis sereno.
Esta instantaneidad contribuye a desdibujar peligrosamente la «línea entre lo público y lo privado». Lo que antes se consideraba estrictamente personal se exhibe ahora abiertamente, a menudo en busca de reconocimiento o como una forma de catarsis pública. La distinción entre la vida privada y la exposición pública se ha vuelto difusa, incentivando comportamientos irreflexivos tanto en quienes comparten como en quienes consumen información.
Incidentes dolorosos como la difusión no consentida de material privado, el acoso digital masivo (los «linchamientos virtuales») y la invasión constante de la intimidad ajena son manifestaciones palpables de esta tendencia. Las secuelas para la reputación, la salud mental y las relaciones personales pueden ser profundas y duraderas.
Las «consecuencias a nivel individual y colectivo de esta generalizada imprudencia» son motivo de alarma.
Personalmente, actuar sin ponderación puede llevar a decisiones lamentables, arrepentimiento y un daño a la propia imagen y a los vínculos personales.
La exposición continua a la superficialidad o agresividad de otros también puede generar ansiedad, estrés y una percepción distorsionada de la realidad.
En el plano social, la falta de prudencia mina la confianza interpersonal, exacerba la polarización al amplificar las diferencias sin propiciar el diálogo constructivo, y empobrece la calidad del debate público, que se ve ahogado por el ruido y la desinformación.
Quizás, en esta era marcada por el exceso de información, la verdadera inteligencia resida no en la rapidez con la que respondemos o compartimos, sino en la capacidad de hacer una pausa para reflexionar.
Rescatar la prudencia no implica un rechazo al progreso tecnológico, sino una integración consciente de la deliberación y la cautela en nuestro comportamiento online.
La prudencia, lejos de ser una reliquia del pasado, emerge hoy como una guía esencial para navegar con sentido en un mundo cada vez más complejo e interconectado.
Al reflexionar sobre esto, conviene recordar que algunas acciones, una vez realizadas, no tienen vuelta atrás.
El lenguaje que empleamos, las decisiones que tomamos apresuradamente y las oportunidades que dejamos pasar por falta de valentía o previsión, dejan una huella imborrable. La prudencia nos invita a considerar esa huella antes de actuar.



Me identifico con esta nota en su totalida, don Javier, estamos viviendo un desorden emocional que esta proximo a la locura.