La palabra es el instrumento más poderoso que tiene la humanidad. Hablar podría decirse que es inherente al homo sapiens quien primero fabricó sonidos y ademanes y después la palabra, ligada al desarrollo del intelecto. Sin embargo, los animales y las plantas también hablan, aunque sus lenguajes primarios solo tienen sonidos y gestos, no tienen palabras.
Con la palabra vinieron los idiomas, los sistemas de comunicación de los diferentes pueblos y naciones. Hoy hay en el mundo más de siete mil lenguas y se calcula que al menos otras mil habrían muerto o se habrían transformado en los últimos diez mil años. Es por lo menos curioso que el 90% de todas ellas sean habladas por menos de cien mil personas.
El análisis de este universo se torna altamente complejo pues cada sociedad tiene dinámicas y circunstancias muy diferentes. La dimensión, el tamaño, la pronunciación y los vocablos de cada idioma varían enormemente. El árabe se estima que posee 12 millones de palabras, el inglés 750.000, el alemán 500.000 y el español apenas 75.000. Pero toda esta dificultad aumenta si observamos los alfabetos de cada uno. El chino, el árabe, el ruso, el japonés y el húngaro son considerados los idiomas más difíciles de entender y aprender.
Con la palabra llegaron las frases y el desarrollo de las ideas y el panorama se hizo más engorroso. Es admirable que en el proceso de globalización que vivimos actualmente los seres humanos seamos capaces de conversar y entendernos. En la ONU solo hay seis idiomas oficiales. ¡Seis!, de un total de siete mil. ¡Cosa de locos!
Pero ahondemos en las implicaciones que conlleva el «hablar». En este inmenso maremágnum una cosa suele ser común: el compromiso implícito que tienen las palabras. Ellas no solo describen, crean responsabilidades. Quien las pronuncia queda esclavo de ellas. Algunas, con ánimo despectivo, se clavan en el tejido de la memoria y el daño arde a pesar de los años. Un comentario agrio puede agrietar una amistad o helar el deseo que empezaba a nacer.
Otras tienen el fabuloso poder de crear, de expresar amor, apoyo y aliento. Pueden ser un bálsamo para el alma y hasta servir para sanar.
La palabra puede comprometer la integridad, la reputación o la seguridad de una persona. Puede convertirse en una promesa incumplida, en un secreto revelado o en una mentira que puede dañar la confianza de los demás. Un político que hace una promesa electoral y después no la cumple puede perder la credibilidad frente a sus electores. La palabra puede ser utilizada para manipular o chantajear a los demás, para invitar a la guerra, para promover la paz y la comprensión. Es también un arma poderosa en manos de alguien que busca obtener algo a cambio de silencio o lealtad.
No en vano alrededor de la palabra se han construido muchos mitos: «lo dicho, dicho está», «lo bueno, si corto, dos veces bueno», «el que calla otorga», «a palabras necias, oídos sordos», «cada quien es esclavo de lo que dice». Y para invitar a escribir y dejar constancia: «las palabras se las lleva el viento».
Lo que es claro es que la palabra tiene consecuencias. Antes de hablar, debemos pensar en el impacto que nuestras palabras pueden tener en los demás. Tenemos un arma de doble filo.
«Por una frasecilla se pierde un gran amor, por pequeña pelea nace un fuerte rencor; el buen hablar siempre hace de lo bueno, mejor». Libro del buen amor del Arcipreste de Hita
Buen día.
Palabra y pensamiento, elementos inherentes al proceso comunicativo.
Cuando se habla sin pensar o se piensa sin hablar la comunicación no es la esperada y el proceso flaquea.
Lo más importante con el tema de la palabra es la coherencia acompañada del tono que exige el contexto teniendo presente la relación espacio-tiempo.
Feliz día