Por Alba Nury Orozco Gómez
Democracia cultural en Pereira – Segunda entrega
Los artesanos de la cultura casi siempre están ligados a sus comunidades por una historia de vida articulada a los barrios populares y, con ello, a una experiencia existencial con la cultura –o la ausencia de ella- como una posibilidad de resistencia y transformación de sus realidades. Ellos, han descubierto ese mundo, gracias a otros extraños peregrinos que se lanzaron a los sectores más apartados de la ciudad, las periferias sociales, a poner su saber al servicio de las comunidades; oficio que hoy, los artesanos de la cultura, preservan como una herencia casi sagrada, que ha sabido mantenerse en la ciudad generación tras generación.
Ellos, son portadores y mediadores de la cultura, la entienden como un servicio para todos, un derecho público que solo es posible construir conjuntamente y mediadores, en tanto, son ellos mismos un vehículo de la cultura, el medio que la moviliza; de allí que, en ocasiones, los veamos como una especie de paranoicos que ponen la vida misma en los procesos comunitarios que agencian, conectando todas sus experiencias con el barrio, con la vida de los jóvenes, con el futuro de las comunidades a las que pertenecen. No son artistas, ni gestores, ni promotores culturales, son en esencia artesanos de la cultura; su función es batallar por acotar los límites culturales entre el centro y la periferia, son ellos un río que conecta estos dos extremos, cuyo cauce permite transformar la vida cultural de los barrios y ampliar la democracia cultural de la ciudad.
Sus ideas parten siempre de una lectura de la realidad de sus comunidades en unidad con los saberes obtenidos en los escenarios centrales de la cultura y las redes culturales en las que han tomado parte, siendo creadores naturales de estrategias pedagógicas y metodológicas que se replican en los barrios, bajo condiciones, en su mayoría precarias, definidas por la falta de recursos adecuados. Allí, en ese mundo habitado por una conciencia de la realidad de las comunidades, marcada por herencias culturales – que en muchos casos son el aprendizaje de lo que no se debe hacer- y la voluntad de hacer a partir de los recursos con los que se cuenta a la mano, sin importar de los que se carezca; se encuentran los artesanos de la cultura, una especie de quijotes culturales del mundo actual.
Los vemos en las redes virtuales, en los bares, en las oficinas, en las calles invitando a hacer cosas en los barrios, mostrando un camino desconocido – tendiendo puentes- con la cultura. Son conocidos por pedirlo todo gratis; pero unos y otros saben que no puede ser de otra forma, además, de gratis, casi que le exigen a sus amigos y contactos la participación en los proyectos que se inventan con las comunidades; Ellos, tienen autoridad legítima para sugerir la gratuidad del servicio, por lo que la mayoría nunca se niega a sus peticiones, pues saben de antemano que por cada jornada que piden a un amigo (artista, formador, etc. allí todo se une) ellos han entregado, sin retribución económica alguna, horas y horas de su vida a las comunidades; por lo que su constante lucha por sacar adelante procesos comunitarios, obliga incluso a redefinir el valor, poniendo como medida la importancia de los sueños por un futuro mejor, más que las monedas que dicho sueño pueda retribuir.
La importancia para las comunidades de los artesanos de la cultura resulta obvia, más al tener en cuenta la escasa presencia institucional que tiene la cultura en los barrios populares, con el agravante de que generalmente lo que hace es imponer una mirada reducida, estereotipada, de las expresiones culturales que no encaja con la realidad barrial; en estos contextos, adversos, los artesanos de la cultura han sabido tejer un lugar, ganando en los cuerpos y el espacio nuevos territorios culturales, que se manifiestan como herencias para la ciudad, cargadas de memoria y de futuro, de un mundo cultural siempre en extensión, capaz de marcar el ritmo de las grandes transformaciones sociales, de forma lenta, invisible a los titulares de prensa, pero con una huella innegable en la historia.
Los artesanos de la cultura, inevitablemente, se han posicionado como ideales éticos para las comunidades, la ciudad, siendo ellos mismos quienes encarnan los ideales de la democracia, son una luz al final del túnel, son un testimonio andante de que es posible ser lo que quiera ser en medio de la más notable desigualdad social; son una figura sagrada que todos tenemos que preservar, pues, su oficio y sus efectos, son de un valor excepcional a los ojos de la historia, a los ojos de la justicia social.