Las marchas populares han sido una constante en la política colombiana. El pasado 23 de noviembre de 2024 (23N), la oposición, que antes estuvo en el poder, regresó a las calles. Más allá de cualquier valoración sobre esta movilización, es evidente un patrón recurrente: el uso de las protestas como herramienta para desestabilizar gobiernos. Este fenómeno no es nuevo; el 21 de noviembre de 2019 (21N), el actual gobierno, entonces en la oposición, utilizó tácticas similares para avanzar en su agenda política.
Aunque estas movilizaciones apelan al descontento y la frustración ciudadana, el verdadero objetivo parece ser claro: derrocar al gobierno de turno para acceder al poder y administrar los recursos públicos como un botín destinado a un círculo cercano de aliados. En esencia, cambian los nombres, pero las prácticas siguen siendo las mismas, perpetuando un ciclo político basado en intereses particulares más que en el bien común.
Sin cambios profundos en el sistema político, estas movilizaciones son apenas un parche. ¡A la calle! ¡A convocar una marcha por las redes!, claman algunos, ilusionándose con estos experimentos de democracia directa. Pero lamento decirlo: “Lo que se pierde en las urnas no se gana en las calles”.
En el fondo, estas marchas, aunque parecen espontáneas y masivas, son “como dos gotas de agua”: repiten una estrategia desgastada, instrumentalizando a los ciudadanos con fines engañosos. La solución no está en más protestas ni en simples cambios de nombres, sino en transformar el sistema político desde sus raíces, construyendo un modelo que realmente responda a las necesidades del país.