Por James Cifuentes Maldonado
Ernesto Zuluaga, en su columna de El Diario, la semana pasada hizo un abordaje diferente del incidente en Pueblo Rico, poniendo el dedo en la llaga al afirmar, sin ambages, que lo sucedido con la niña embera fue motivo de un gran despliegue informativo para «exacerbar los corazones», que sin embargo no consultó la realidad de los hechos, que indicarían que los indígenas de esa región son los propiciadores de situaciones tan lamentables, porque sus tradiciones arrojan a sus menores a las prácticas sexuales a muy temprana edad y que, en el caso puntual de lo sucedido con los soldados del Batallón San Mateo, las relaciones con la menor, aunque claramente abusivas y reprochables, al parecer, habrían sido consentidas, por dinero, a ciencia y paciencia de los progenitores.
Una sicóloga, con amplia experiencia en poblaciones indígenas, en la misma tesis del columnista, me manifestó que efectivamente en esas comunidades, so pretexto de la autonomía y de las costumbres ancestrales, se cometen arbitrariedades, especialmente con los niños y particularmente con las mujeres, quienes en muchos casos viven prácticamente sometidas a sus maridos, aunque ellas en su cosmovisión no sean conscientes o no juzguen lo que les pasa como un yugo, producto del machismo.
Quizás, bajo el amparo de la ley que los reconoce y pretende protegerlos, usufructuando el asistencialismo estatal, nuestros aborígenes han perdido el valor del trabajo, abandonando las actividades que históricamente les permitían su subsistencia, prefiriendo dedicarse a la mendicidad e incluso tolerar la prostitución de sus niñas. Me comentan que en algunos territorios es común ver a las indígenas apostarse en las afueras de las cantinas a esperar que sus hombres se emborrachen y salgan para emprender el regreso a casa, con las mujeres detrás y sus hijos a la espalda, la espalda de ellas, por supuesto.
Aunque lo planteado por Ernesto, agrega otros elementos culturales e incluso jurídicos, que harán parte de la investigación y de momento nos brindan otra perspectiva del asunto, un abuso es un abuso y más grave cuando se involucran niños, a los que se debe proteger; los soldados debían tener claro que no podría tratarse de un servicio, que sus acciones no se limitaban a sexo por plata, que era un delito.
No es menos cierto que los indígenas, aun con su imaginario y su cultura que los hacen diferentes, cuentan con plena capacidad de discernimiento y entienden perfectamente cómo funciona el mundo que ellos llaman «occidental», con sus beneficios, sus vicios y sus reglas, entrando y saliendo del mismo según les convenga.
Para pensar: El abusador, sea guerrillero, cura, deportista, militar o profesor, no es abusador en razón de su profesión, su hábito o su uniforme, sino por los vacíos y sombras de su formación y por los vericuetos insondables de la naturaleza humana. No importa cómo se vistan, los abusadores están en cualquier parte.