“Vienen los vampiros, pero los vampiros desaparecen ante el sol, Georgieva”.
Con esta frase enigmática, publicada en un tuit el pasado 26 de abril, el presidente Gustavo Petro le habló directamente a Kristalina Georgieva, directora del Fondo Monetario Internacional. En su tono poético e irónico, el mensaje parecía una advertencia: Colombia no se dejaría dominar por las exigencias del FMI. Pero lo que en su momento pareció una metáfora provocadora, hoy cobra una dimensión muy real y preocupante. Porque los “vampiros” no solo no desaparecieron: han decidido dar un paso atrás y dejar a Colombia sin el amparo de la Línea de Crédito Flexible (LCF), un blindaje financiero que durante años sostuvo la imagen del país ante los mercados internacionales.
Por décadas, el Fondo Monetario Internacional (FMI) ha sido una figura omnipresente en los debates económicos de América Latina. Para unos, un aliado técnico que respalda la estabilidad macroeconómica; para otros, una entidad con colmillos afilados que exige ajustes dolorosos a cambio de auxilios financieros. Colombia ha sido, hasta ahora, uno de sus alumnos más disciplinados. Pero esa relación parece haber llegado a un punto de inflexión.
La noticia de que el FMI suspendió la renovación de la Línea de Crédito Flexible (LCF) para Colombia no solo es grave: es sintomática de una ruptura de confianza. Esta línea era una especie de «chequera contingente» que le permitía al país acceder, sin condiciones estrictas, a recursos por más de 9.800 millones de dólares en caso de crisis externas. Era, en los hechos, un sello de garantía que reforzaba la percepción de responsabilidad macroeconómica y solvencia fiscal. Tener acceso a ella sin utilizarla era, paradójicamente, un símbolo de buena salud.
La decisión del Fondo se da luego de una serie de señales preocupantes: un deterioro acelerado de las cuentas fiscales, un gasto público desbordado en el primer trimestre de 2025, y un evidente desprecio por los compromisos de sostenibilidad fiscal que el mismo gobierno firmó meses atrás. El reciente informe del Comité Autónomo de la Regla Fiscal (CARF) dejó al desnudo lo que los mercados ya estaban descontando: que el gobierno no solo está gastando por encima de sus posibilidades, sino que está coqueteando abiertamente con la eliminación de los límites que impone la regla fiscal, todo con el aroma inconfundible del año electoral.
Pero la suspensión de la LCF no debe interpretarse simplemente como una sanción tecnocrática. Es, más bien, un acto simbólico: el FMI ha detectado que el paciente colombiano está ignorando la prescripción médica, y en vez de continuar el tratamiento, ha decidido salir corriendo en dirección opuesta. El Fondo, que rara vez se desprende de sus favoritos, ha enviado una señal inequívoca: Colombia ya no merece ese respaldo sin condiciones.
Ahora bien, que no se malinterprete: no se trata de hacer apología del FMI. No hay que olvidar que muchos de sus “remedios” en el pasado han sido peores que la enfermedad. En los años noventa, varios países de la región quedaron atrapados en el ciclo de ajuste eterno, recortes sociales y privatizaciones forzadas. De ahí que para muchos el FMI no sea otra cosa que un vampiro financiero, que aparece en los momentos de debilidad para chupar la sangre de los pueblos a cambio de un bálsamo momentáneo.
Sin embargo, también es cierto que Colombia —a diferencia de otras naciones más escépticas— eligió abrazar ese pacto de estabilidad como piedra angular de su modelo económico. Tener acceso a la LCF le permitió al país emitir deuda más barata, acceder a financiamiento externo en condiciones más favorables y proyectar una imagen de seriedad institucional ante el mundo. Es un hecho: la suspensión de la línea implica costos tangibles. Las tasas de interés subirán, el apetito por bonos colombianos bajará, y la reputación de país responsable quedará comprometida.
Entonces, ¿cómo llegamos hasta aquí? ¿Quién dejó la ventana abierta para que los vampiros regresaran? La respuesta es incómoda, pero clara: el mismo gobierno que prometió responsabilidad fiscal y compromiso con las metas macroeconómicas, ha sido el principal saboteador de ese pacto. No porque se oponga ideológicamente al FMI (de hecho, mantiene sus relaciones técnicas intactas), sino porque su prioridad política está en el corto plazo: gastar, invertir, ejecutar, transferir… en año electoral, cualquier rubro se convierte en oportunidad de campaña.
Lo más paradójico es que el discurso oficial sigue hablando de soberanía económica mientras se intensifica el endeudamiento externo y se aumenta la carga financiera del Estado. Hablan de romper con las imposiciones del pasado, pero en lugar de construir una alternativa fiscal sólida y progresiva, se limitan a incendiar las reglas existentes. La crítica al FMI tendría sentido si viniera acompañada de un modelo nuevo, serio y responsable. Pero aquí el vacío ideológico se llena con improvisación, y la retórica de autodeterminación sirve para justificar el desorden.
Ahora que el respaldo del Fondo ha desaparecido, el gobierno enfrentará una pregunta incómoda: ¿cómo va a financiar el déficit creciente sin esa garantía? ¿Quién prestará con confianza cuando las señales de riesgo país siguen en aumento y la deuda pública se encarece? Tal vez, en lugar de celebrar la “liberación del FMI”, habría que pensar si estamos listos para enfrentar el mundo sin ese escudo.
Colombia tiene el derecho —y la necesidad— de revisar sus relaciones con los organismos internacionales. Pero esa revisión no puede basarse en la irresponsabilidad fiscal ni en la politización del gasto público. Necesitamos una nueva arquitectura económica, sí, pero una que esté sustentada en reglas claras, progresividad tributaria real, y planificación de largo plazo. No podemos sustituir a los vampiros por brujos.
Lo ocurrido con la Línea de Crédito Flexible es un campanazo de alerta. No porque debamos rendirnos al FMI, sino porque nos muestra que la reputación internacional no se construye con discursos sino con coherencia. El verdadero riesgo no es que el Fondo Monetario nos haya cerrado la puerta. El verdadero riesgo es que estemos caminando hacia el aislamiento financiero voluntario, convencidos de que el desorden fiscal es una forma legítima de resistencia.