Por: Olga Caro
En los últimos días las noticias de niñas víctimas de abusos sexuales, torturas y muertes nos recuerdan la historia de nuestro país, marcada por la guerra, donde la violencia sexual registró un número tan alto como el de las muertes, un arma de ataque usada por los grupos armados durante muchos años que marcó de rojo nuestro pasado y nuestro presente.
Más de 16 mil víctimas de abuso sexual es una cifra que hace parte de los delitos cometidos en el marco de la guerra colombiana, pero en los primeros cinco meses del año 2020 y lejos de los grupos armados, se han presentado 7.544 exámenes médicos legales por presunto delito sexual, muchos ocurridos por familiares, amigos cercanos a las mejores e incluso, representantes de organizaciones públicas; un delito que representa el 43,49 por ciento de las lesiones no fatales en el país, según el Instituto Colombiano de Medicina Legal y Ciencias Forenses; de estos casos, 6.479 fueron cometidos contra menores de edad.
El caso de la niña indígena en Risaralda el pasado mes, que generó gran polémica, no es el único; según datos registrados, durante este año se han conocido otros 151 casos contra integrantes de estas comunidades, 136 contra mujeres y 15 hombres, casos que en su mayoría se encuentran en la impunidad; el mismo Instituto Colombiano de Bienestar Familiar dice que esta cifra puede ser del 98%, solo el 2% de los casos se resuelven y en muchas ocasiones gracias a las denuncias en medios de comunicación, que vuelven a estas situaciones una noticia de primera plana logrando supuestas condenas ejemplarizantes en tiempo récord, pero ¿Qué pasa con los casos restantes?
Somos una tierra de progreso, donde el amarillo está representado en las mentes brillantes de los emprendedores, con mares que están lejos de ser azules por la contaminación y con un rojo protagónico en nuestras noticias, puesto que el dolor está enmarcado muchas veces por la condición de ser mujer, de ser una minoría o simplemente por ser.