Por GABRIEL ÁNGEL ARDILA
Cuando en 1987 asumí la jefatura de redacción alentado por el director Rodrigo Ospina Hernández y mi antecesor Claudio Ochoa, aún olía la sala de redacción al perfume de la exquisitez de un estilo siempre exitoso y sólido: el de Germán Castro Caycedo, en el periódico La República, de Bogotá.
Recordaban los más veteranos que algún día, extrañando la figura de Germán fueron a su escritorio y un papel escrito a mano aprisionado en la cejilla de esa máquina (antes de las computadoras) rezaba: «Escribimos un poco menos, pero lo hacemos mucho mejor»…
Nadie duda de la pulcritud estética y del rigor del escritor. Pero cuando lo sorprende la muerte con 26 o más libros publicados, indica otras cosas. Lo que él intentaba justificar entonces, eran las prolongadas ausencias del lugar, pues solo estaba ahí lo necesario para vaciar sus grabadoras y descargar sus notas e impresiones. Pero el resto era trabajo de campo.
El hecho es que en ese y los otros diarios que se publicaban en tamaño universal (50X70) cuando de un pliego sólo se hacía dos páginas por cara y 4 por tiro, Germán y otros buenos de las letras ocupaban dos o tres páginas con una sola nota (sobre un tema). Pocas veces fueron piezas malas o que nadie leyera. Por el contrario, esos periódicos casi siempre se coleccionaban. Se leía con cuidado y despacito.
En las notas póstumas vistas en los medios, con algunas salvedades de extensión, no resistirían la reproducción de un reportaje, una entrevista o una crónica de esos tiempos de Germán o de alguno de sus contemporáneos. Resultaba, además, de mayor glamour decir que ese buen escritor había comenzado en El Tiempo y tampoco es esa la discusión. Los honores que se llevó y merecidos, corresponden a la proporcionalidad de su obra.
Pero lo mejor de Germán Castro Caycedo lo encontré un día en los estudios de RTI por la 19 de Bogotá, cuando abrió su agenda para registrar en una nota muy generosa la aparición de «Fórmulas para sonreírle al hambre», tocado por la curiosidad y tal vez por la solidaridad de colega, cuando leyó al mono José Salgar en un clamor de su columna de «Hombre de la Calle» que al final siempre ponía su coletilla: «Fórmulas de poesía con agricultura, para sonreírle al hambre». El gesto de espontáneo, amigo y cabal señor vino cuando un paseante de esa sala leyó el título sobre el escritorio de Germán y dijo con agudeza y «fino» humor: «Uy, hermanito. Dígale a ese hp que coma mie… por esas fórmulas p’a sonreírle al hambre… Dígaselo usted mismo, que el autor es el señor aquí presente, dijo sonriente a Héctor Ulloa, el famoso chinche quien salió de escena como un tiro o como un insecto colorado e incandescente.
Castro nos había dado ya las lecciones de periodismo profundo en «Colombia Amarga», que nos impusieran de tarea en la Universidad.
Los datos no usados en los escritos para los periódicos que siempre iban más breves y luego en su exitoso televisivo Enviado Especial, servían para montar entre carátulas de muchos de los éxitos de librería, que deja para la memoria y los pocos lectores de eso, en un periodista que jamás dio escándalos y se va con el mejor título: Maestro.