El problema con la megaminería no es tanto el paisaje cultural cafetero. Tal vez sea el pretexto político para reunir fuerzas en torno a la defensa del territorio y lo que ello significa. El problema de fondo es que, por cuenta de esta amenaza, que ya es realidad en municipios como Quinchía, se pretende cambiarles la vocación agroalimentaria a municipios enteros. Belén de Umbría sigue en la lista.
Lo que está en juego es la defensa de la vida en su conjunto a partir de su hilo vital en la que se sustenta: el agua. No hay que ser ambientalista para entenderlo. Aunque la capacidad de intriga (lobby) que tienen los intereses multinacionales en los países es infinita para construir narrativas como la aquella de la “minería sostenible”, con la que han pretendido crear una opinión pública favorable a sus pretensiones.
La lucha que han venido adelantando las comunidades rurales, indígenas, campesinas y afrodescendientes, principalmente, pasan justamente por defender la vocación e identidad que han heredado de un pasado, también, expuesto a múltiples extractivismos, desde los más coloniales hasta los contemporáneos. En esa disputa el Estado ha permanecido de espaldas a la comunidad y en defensa de los intereses extranjeros. De soberanía poco y de arrodillamiento mucho.
La reforma al código minero debe colocar por encima de todo la defensa de las economías campesinas, de las cuales depende la propia supervivencia de las debilitadas sociedades rurales por el modelo neoliberal, desde César Gaviria hasta hoy, y el suministro de alimentos a los centros urbanos. Los neoliberales lograron algo inaúdito pero tristemente cierto: renunciar a la soberanía alimentaria, creyendo que el libre mercado sería la panacea. Hoy los hechos demuestran lo contrario. Dejamos de producir e importamos buena parte de lo que consumimos.
En medio de la agudización de la crisis climática, la gran minería es una de las peores amenazas tanto al ecosistema como a la humanidad. No basta con decir no. Es necesario, como lo están enseñando muchas comunidades en Colombia y el resto de América Latina, que es absolutamente legítimo y necesario redoblar esfuerzos para defender los territorios de sus tentáculos. Es un asunto de vida o muerte.
La declaratoria del paisaje cultural cafetero es una anatema para quienes asumen el patrimonio como un potosí que puede neutralizar la acción de las multinacionales. Obvio que es inedubile no invocarlo, pero el tema es mucho más complejo, sobre todo cuando buena parte de la dirigencia política regional hace poco por evitar que se extienda el ordenamiento neoliberal de los territorios. Por eso Escazú les incomoda tanto.
Como dice Pilar Calveiro (2021) estamos asistiendo al final del mundo en el que crecimos y al comienzo de otro muy diferente, dominado por una incertidumbre mayor que pasa por la desestructuración de los territorios. En el pasado los códigos mineros fueron modulados por el capital trasnacional a través de sus acólitos en el ejecutivo y extranjero que así aceleraron el fenómeno. Hoy esperamos que sus modificaciones privilegien la vida y no la muerte, incluyendo a quienes ancestralmente han dependido de la minera tradicional.
Por todo esto el problema no es el paisaje sino lo que lo sustenta: el suelo fértil, los bosques, las diversidades, incluyendo la cultural, la economía campesina, el agua, la gente, las montañas y ríos. La vida. Así de sencillo.
*Profesor Universitario
Twitter: @agendaciudadana / Facebook: Carlos Victoria
30 de Noviembre de 2022
En el observatorio de la UTP sobre PCCC, se detecta desde el 2011 en qué fué declarado PCCC por la Unesco, hasta el 2022, menos fincas cafeteras, menos área cultivable, sin q los gobiernos de turno lo accionen desde el POT, PAM, PND etc. Está en riesgo el PCCC.