Me embarqué en un viaje a lo desconocido, temiendo encontrar mis propios demonios, puestos en un lugar donde yo misma los había escondido; crucé la línea que rompe el sofisma del espacio-tiempo y me dispuse a escuchar un lindo cuento. Me recibieron con flores y bellos atuendos; para mi sorpresa, no fue tenebroso, era un lugar colorido y sereno. Los destellos dorados, las mariposas y otros seres alados, volaban en el cielo de una fábula viviente, parecida a las que me contaba el abuelo. Bajo el aroma de las flores que felices danzaban con el viento, me invitaron a sentarme en una hamaca, mientras me mecían muy lento.
Vi de pronto una luz brillante que salió de mi corazón, un faro verde esmeralda, señalándome una dirección. Miré el lugar hacia el que dirigieron mi atención, había un ser mágico volando con mucho amor. Aclaré mis ojos, pensando que quizá se trataría de un error, pero allí seguía aquel pequeño ser, revoloteando con una sola misión. No reconocí en primera instancia qué ave era aquella bella aparición, hasta que reconocí que fue un pequeño colibrí que me visitó.
Su pecho verde; su costado azulado, las alas grises, la cola color tornasol y rosado. Se posó en el centro de mi tórax como viniendo a sembrar un recado; siendo el mensajero de los dioses, me habló con dulzura y agrado; antes de partir, me dejó tres plumas como regalo.
En la visita, el colibrí me dijo que eran muchas las batallas que no había ganado, ya es tiempo de hallar calma y disfrutar de las pequeñas cosas que por mi han aguardado. Se fue con un silbido agudo y entre cortado, me quedó el susurro del cuento que, a un niño antes de dormir le han contado.