De niño odiaba leer. Recuerdo estando en clase en el colegio cuando un profesor rifaba, estilo balotera, los libros que debíamos estudiar para identificar en estos figuras literarias, tramas, personajes y con ello, según su teoría, aprender a mejorar nuestra capacidad de comprensión de lectura. Llegó el momento de sacar un número y taz… me correspondió leer “La Guerra y la Paz” de León Tolstói. Quedé frito. Al buscar el libro con mis padres en la librería más completa de la ciudad, mi decepción fue aún mayor al contemplar que era de los libros más gordos que había visto hasta entonces, de letra pequeña y páginas amarillentas. “Que pereza” fue mi respuesta inmediata. Eso creó en mí aversión inicial por la lectura. Lo que se impone, desmotiva, genera rechazo, resistencia, animadversión, malestar. Quizá su carácter de obligatoriedad adicione elementos de inconformismo al ver en especial cómo la voluntad es aniquilada por el peso del índice del docente que recuerda el cumplimiento de la norma académica, so pena de chantarme un cero redondo con lo cual mi tranquilidad como estudiante se desvanecería igual que el humo en el aire. No había de otra. Leer a Tolstói era la única alternativa para evitar el desangre del promedio académico y con ello la reprenda de mis padres al no ser yo ese joven aplicado y juicioso que querían.
Los libros y yo comenzamos mal nuestra relación. Por años fueron tan solo un adorno en casa a los cuales acudía con el único propósito de encontrar debajo de estos algún objeto extraviado o, con suerte, una moneda. Por fortuna, algo cambió. Mi relación con la lectura dio un giro propositivo. Temas de mi interés comenzaron a hacerme el guiño y de constituirse en una labor tediosa, somnífera, la lectura pasó a convertirse en una alternativa indispensable para comprender otras cosas y, más interesante aún, comprenderme a mí mismo. Los libros me enseñan más acerca de mí que de lo que narran, ya que su capacidad de incidir en mi pensamiento reflejan la manera en cómo estoy mentalmente preparado ante las historias y conceptos allí consignados.
Tras el nacimiento de mi atracción por la literatura, aumentó mi deseo por conocer más obras y autores de mi preferencia. Allí también encontré la clave. ¡Leer lo que me gusta! Entendí que como en una relación amorosa, no es por medio de la imposición sino de la provocación que despierte un tema en particular que mis antiguas prevenciones se desploman para entonces hacer inmersión en sus páginas y acceder a contenidos, capas e historias que me llevan a abrir mi mente, ser varios personajes al tiempo y, maravillosamente, salir ileso al terminar el capítulo. Leer me salvó la vida, me salvó de mí mismo, de los prejuicios y temores heredados culturalmente. Leer es la barca que a diario abordo para navegar por en medio del caudaloso río del ego, atracar ileso en nuevos puertos y entender que un punto de vista es tan solo eso. Que hay cientos, millones de maneras de existir lo cual me brinda alteridad, perspectiva, alcance perceptual y tranquilidad interior frente a la vida. Hoy leo el antimaterialismo y la no violencia de Tolstói, desde otros ojos. “La muerte de Iván Ilich”(1886), una de sus novelas, es inspiración. Algo en mí cambió, así las páginas de algunos de sus libros sigan estando amarillentas. *Director de Cultura y Artes