Somos constitucionalmente desde 1991, una sociedad laica. Esa disrupción no hizo otra cosa que interpretar el alma de un pueblo que se sintió exageradamente sometido por la creencia religiosa de la cruz que llegó a América respaldando la espada.
Quienes saben de historia lo entienden mejor cuando se intenta entender porqué los pueblos cambian de rumbo luego de largos periodos de sometimiento político, religioso, militar, ideológico e incluso cultural.
Quienes como yo pertenecemos a la generación de mitad del siglo XX, época cuando se inició el reinado de los sorprendentes medios de comunicación social impulsados y sostenidos por el fenómeno masivo de la música, somos testigos presenciales de esa disrupción que menciono en la cultura religiosa colombiana que nuestros padres cultivaron con devoción espiritual y material.
Empecemos por señalar que en tiempos de Semana Santa, las emisoras todas, sin excepción, interrumpían la música popular y solo se escuchaba música sacra, clásica y en casos un poco más audaces, música instrumental.
Y eso era muy importante porque en el caso colombiano, la radio llegó a ser el canal de comunicación más masivo y de mayor penetración, incluso en los más recónditos lugares, al punto de que hubo bachillerato por radio (Radio Sutatenza).
A inicio los años 70, las grandes cadenas radiales transmitían las procesiones y nosotros los periodistas asistíamos de riguroso negro y corbata. Recuerdo que cuando fui director de noticias Todelar, el inmolado Jorge Enrique Pulido (enorme periodista y gran jefe y amigo), nos pedía crónicas con contenido social que invitaran a la reflexión.
En toda esa década y entrados los años 80 la palabra reflexión fue el vocablo clave de las Semanas Santas. Hasta que el 31 de marzo de 1983, al amanecer de un Jueves Santo llegó el terremoto de Popayán. A las 3 de la tarde el transmóvil de la Voz de Pereira de RCN con Pablo Sánchez, Faber Toro, Jorge Eliécer Orozco (QEPD) y este servidor, estábamos en Popayán informando sobre semejante tragedia y ayudando a los damnificados incomunicados con el resto del planeta.
Yo recorrí las calles de Popayán. Escuché que allí la Semana Santa se había convertido en la parranda santa. No pocos creyentes creían que el terremoto era un castigo divino. Eso me hizo recordar que en mi niñez en Semana Santa no se comía carne, no se daban besos, no se jugaba fútbol, no se decían groserías y si se iba a nadar al río (no había piscinas públicas), uno se podía convertir en un pez o le salían escamas.
En los años 90 desaparecieron esos mitos de Semana Santa. Hoy, las emisoras muelen música desde rancheras hasta rock y pop incuyendo reguetón de distintos tonos.
Hoy, el recogimiento está reservado para ciertos grupos católicos que conservan el ritual de las procesiones y el culto orientados por las parroquias. Para los demás públicos queda el turismo, el descanso en casa, las visitas familiares y hacer deporte, a la vez que crecen los hábitos de la lectura y la gastronomía en casa o en restaurantes.
Es rescatable el esfuerzo que en el caso pereirano hace el obispo Rigoberto Corredor por conservar la tradición de Semana Santa con el estilo clásico de siempre, pues al igual que Popayán y Buga, en Pereira sobrevive ese legado de unidad familiar cimentado en la fe religiosa y el respeto por las creencias del culto cristiano.
Desde tiempos inmemoriales el ser humano ha elevado los ojos al cielo para invocar protección divina. Todas las culturas lo han hecho. Antes de Cristo, los vikingos, los chinos, los griegos, los romanos, todos tenían dioses protectores. La cosa es volvió gris cuando la religión se metió en la política y el poder se volvió teocéntrico. Pero ese es otro tema para otra ocasión.
De lo que se trata es de percibir que el mundo ha cambiado pero nosotros los humanos que lo habitamos, cambiamos muy poquito.
En todo caso, esta sigue siendo una breve temporada que invita a la reflexión y al recogimiento, porque al igual que sucede con la Semana Santa, todo cambia, menos el cambio.