Por ERNESTO ZULUAGA RAMÍREZ
Los acontecimientos de las últimas semanas en Colombia son la clara expresión del hastío que vive nuestra sociedad frente a sus condiciones de vida. La gente siente que todo está en crisis. Las instituciones, la política, los dirigentes públicos y privados, la salud, la educación, la justicia. Todo. Las protestas y las expresiones, las pacíficas y las violentas, reflejan el cansancio de un pueblo que confió en que su nueva Constitución lo llevaría por senderos de paz y de progreso. No ha sido así y la paciencia tiene límites. Quizás quienes prendieron el fuego fueron aquellos que se autodenominan los «directores del paro nacional» pero para todos es claro que las protestas subieron como espuma involucrando a jóvenes, viejos, mujeres, estudiantes, amas de casa, etc.. El país explotó. Todos los malestares subieron a flote y las protestas se salieron de control hasta el punto de develarse la absoluta impotencia de las fuerzas del orden para apaciguar los ánimos.
Mientras tanto el gobierno nacional puso tapones en sus oídos, ignoró el grito angustioso de los ciudadanos y creyó torpemente que las protestas acabarían simplemente por cansancio de los manifestantes. Nunca entendió que el combustible para la conflagración era esa infame reforma tributaria que sus tecnócratas pretendían sacar adelante en medio de la epidemia más mortífera de nuestra historia, origen de una crisis económica monumental y del escalamiento del desempleo a cifras nunca antes vistas. Indolencia que acuna la causa de lo que nos sucede. Así de claras son las cosas. Es el gobierno el culpable principal de lo que está pasando. La responsabilidad de salir de este atolladero está entonces en nuestras manos. Somos los ciudadanos de a pie, los colombianos del común quienes tenemos las armas para superar esta crisis. Pero no son las armas de la violencia. No es exacerbando racismos y xenofobia, ni acabando con la infraestructura pública, ni con asesinatos. Tampoco convocando constituyentes.
En el escenario de una democracia las grandes transformaciones solo son posibles desde la institucionalidad y el Congreso de la República tiene la soberanía. En ese organismo reposan las herramientas para cambiar a Colombia. Pero primero debemos reconocer que sus miembros lo han llevado al liderato del desprestigio y que para casi todos los colombianos allí se incuba la corrupción. Ninguna reforma importante, distinta de las tributarias, han sido aprobadas en las últimas décadas y los congresistas nos han acostumbrado a su negligencia, al derroche insolidario, a sus acomodamientos electorales, a la compra de votos y a la práctica de todos los vicios inimaginables. Y para nuestra tristeza todo ello en medio de la más rampante impunidad. Para esconder su incapacidad y para desviar la atención han sabido fabricar un discurso que nos ha dividido y polarizado y que nos enfrenta entre nosotros mismos. Una sociedad apenas en construcción, imbuida de egoísmos e insolidaridades, carente de identidad, asolada por el hambre y la injusticia ha sido convertida por arte de engaño en la culpable de todo lo que acontece. ¡No más!. Ese es el grito y la bandera que tenemos que enarbolar.
No tengo duda de que en el Senado y en la Cámara de Representantes hay algunos miembros que son la excepción a todo este caos, pero para no caer en trampas ni equivocaciones y garantizar el cambio y la transformación que todos esperamos prometo no votar en las próximas elecciones por alguien que ostente en la actualidad una curul. No me dejaré manipular por los conceptos de «izquierda», «derecha» o «centro» y menos por sus pérfidas combinaciones. Votaré por gente nueva y así me aseguraré de que vengan cosas mejores.
Que lleguen muchos candidatos nuevos, pero también preparados, capaces, decentes, esforzados, con un interés legítimo por entregarse al propósito de construir una mejor sociedad para nuestro país, con la valentía necesaria para enfrentarse a las viejas costumbres que nos tienen anquilosados.
Y que cada uno de nosotros haga lo propio, porque es de entre nosotros, de donde salen esos representantes.
Creo que eSta es una propuesta sensata. Votar por gente diferente es una opción valedera para buscar las transformaciones que requiere este país. Se necesitan ideas renovadoras, evitar la continuidad de las costumbres electorales que han sido tradicionales en nuestro medio; se trata de buscar la equidad, el respeto por lo público y un verdadero cambio.